Els Casals

¡Resiste, Oriol Rovira!

Cuesta un huevo ganarse el jornal y para merecerse el sueldo, tienes que salir de casa de noche y dar más vueltas que aquel gitano riojano que venía cada año por Kurlinka vendiéndoles cebollas a mi madre y a mi tía Mari Carmen. Llevo toda la vida gastando los duros en papeo y nada da más rabia que ese gatillazo que sientes en muchos templos y lugares de peregrinación. Pillas los billetes de avión o llenas el depósito de gasolina de tu Mini, cargas la cartera en un cajero automático y emprendes un viaje ilusionado a esos garitos pendientes. Lo mismo te da restorán que carnicería, pastelero célebre o charcutería. Lo anotaste todo y no quieres dejar un bollo vivo, una terrina a medias o una casa legendaria sin mordisquear.

Siempre pasa igual. Hay más rollo que película y ya estás nervioso el primer día cuando pillas ese croissant relleno a doce pavos, más fotografiado que Gina Lollobrigida, ¡no vale un pimiento!, ¡no me jodas!, ¿pero qué mierda es ésta? O te calzas americana y corbata para sentarte, ¡al fin!, en la mesa de ese profeta del que conoces vida y obra, para terminar en tu hotel de mal gas y desplumado, pues lo mejor de la noche fue la mantequilla, el pan, las magdalenas del café y el vino. Con los años, los mitos se van yendo al carajo, y por eso en las fiestas pijas o reuniones sociales nunca quiero conocer a los escritores o a esa gente que admiras verdaderamente. Que les den morcillas.

La casa de Oriol Rovira es La Meca. Un lugar que remienda tantas decepciones en la mesa y borra de golpe y plumazo esa colección de jamadas fallidas que atesoramos todos los que andamos por ahí de picos pardos. Un restorán terapéutico aislado en mitad de un monte al que irías a comer todos los días. Rovira es nieto, hijo, hermano y yerno de payeses de pura cepa que llevan toda una vida batiéndose el cobre en el campo, amarrado a los desmanes y la fortuna de las malas o buenas cosechas, pendiente del cielo, el veterinario, los crotales, el mecánico y el cartero. Chorradas cero. Desde muy crío soñó ser guisandero y en vez de balón o bici deseó con toda su alma una cocina con sus aros y quemadores. Llegó. Y allí está en un rincón junto a la bodega, para no olvidarse que un día su sueño se hizo realidad.

Cuando entras en su casa sientes el mismo pinchazo en el costal que el día que visité Chez Bocuse en Collonges-au-Mont-d’Or, Can Fabes en Sant Celoni, Chez Chapel en Mionnay o Michel Guérard en Eugénie-les-Bains, en aquellos tiempos de voraz apetito e ilusiones intactas. Su cocina amarrada al territorio es fiel a la masía que la cobija, en la que antes hubo animales, granero y todos los aperos necesarios en una explotación agraria. Junto a un comedor sencillo de amplios ventanales, chimenea, salón y algunas habitaciones, palpita una cocina con su fogón, parrillas, mesas calientes, cacharrería de cobre, moldes de hierro colado y chacina colgandera, pues apilan leña para los espetos y cuelgan ristras de ajos. Tonterías, las justas. Los pucheros queman.

Y cero concesión a la galería: ni brioches, ni tatakis, ni ceviches, ni tártaros, ni latas de caviar, ni cursis por las mesas sacando fotos con el móvil. Es lo que tiene vivir alejado del mundanal ruido y de los cajeros automáticos, un filtro natural que permite que hasta allá viajen comensales gordinflones que se derriten anudándose la servilleta. Lástima que no puedas comerte toda la carta, como en aquella bárbara adolescencia en la que nos zampábamos a los camareros por los pies. Aquí se descojonan hasta de la alta charcutería francesa, porque el “paté en croûté” o el “jambon persillé” de Rovira igualan o superan las fórmulas de fantasmas de la ópera como chez Verot o Arnaud Nicolas. Cortan la respiración la sobrasada tibia con panal de miel y pan con tomate, las tostadas refregadas de mantequilla con trufa negra o las croquetas de asado. Todos los platos parecen salidos de los almanaques de Grimod de La Reynière o de los relatos con cura viciosillo y moraleja de esa Fisiología del gusto que nombra todo dios y no leyó ni Blas. Judías pochas con tripa de bacalao, espinacas y butifarra negra, estofado de guisantes y alcachofas con sepia y jamón de bellota, canelones con ensalada de apio, rábanos, queso fresco y manzana, arroz de caza con cigalas y tantas joyas más, ¡viva Josep Lladonosa i Giró! Al loro con los suculentos suquets de mariscos o pescados con su picada, piel de naranja y mortero de salsa rouille plantado en mitad de la mesa. Sáquense las penas de encima con los asados, chapoteando en las fuentes de pulardas, patos y pollos de corral con verduras empapadas de jugo dorado. Son un festival los pies de cerdo con mollejas de ternera, la oca a la naranja y la liebre a la Royale con hígado de pato. Son tan perros que hasta los postres son delicadísimos y monumentales: tabla de quesos seleccionados, flan con nata, tatin de manzana, pastel de chocolate estilo Ambroisie-Place des Vosgues, soufflé al Grand Marnier o babà al ron con helado de nata. ¡Resiste, Oriol Rovira! Disfruten, que nos quedan dos telediarios.

 Els Casals
Sagàs (Berguedà) – Barcelona
T. 938 251 200
elscasals.cat
@elscasals

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