Una taberna-templo sevillana bien particular
Los centros de las ciudades más turísticas comienzan a dar “yuyu”, pues no hay forma de andar sin que te asalten las ganas de salir pitando. Y no pasa nada. No seré yo el que eche sapos y culebras en plan tertuliano de radio, porque de toda esa marabunta viven muchas familias dedicadas en cuerpo y alma a sacarles los cuartos atropelladamente. Y punto pelota. Que la vida está muy dura y hay que devolver los préstamos al banco. No se me ocurrirá jamás subir al Albaicín o a la Giralda en pleno julio o tomarme un pincho en agosto en la donostiarra Fermín Calbetón. Me quedo en casa y santas pascuas. Hasta ahora el cogollito de Sevilla tenía su pase fuera de temporada, pero ya no hay quien pare allí ni lloviendo en febrero. Lloras. Los camareros parecen “vascos” y perdieron la paciencia y el gracejo de ese profesional de barra que atendía con el mismo temple al soso, al guiri, al capillita o al tuercebotas malencarado. España dejó de parecerse a las emisiones de Labordeta o a los escenarios de los cuadros de José Gutiérrez-Solana, ¡welcome to Tijuana!
No me vuelven a pillar de tragos por el Salvador, la Alfalfa, el Arenal y toda esa geografía por la que discurrieron mis andanzas, tapa y vaso en mano, ¡qué bien lo pasamos! El colmo es que te echan con gaitas destempladas de los garitos a las cuatro de la tarde, pues ahora desmontan las tabernas en un periquete: te levantan de tu silla o de tu rincón en barra, desarman el velador abroncándote y no tiene uno ya el cipote para que se lo zarandeen. Que les den. Váyanse a los barrios alejados de este sindiós y háganse fuertes en las viejas tabernas desvencijadas en las que los paisanos charlan con su vermú y sus raciones, mientras los chavales juegan al balón o se parten la crisma en sus patines y bicicletas. La plaza del Pumarejo, sin ir más lejos, a dos pasos del Arco de la Macarena.
Caminando desde el centro se plantan allá en nada y verán cómo se diluye ese barniz triste, acelerado y sieso del centro y el ambiente cambia, como de un tendido de sombra a sol. Las calles se van despoblando de tarados impacientes con prisa y comienzas a ver lonjas vacías, peluquerías con abrótano macho, cafetines sin vaso de cartón, tiendas de ultramarinos, ancianos agarrados de las manos y hasta te ilusiona ver “botellonas” de chavales charlando de sus cosas, con sus bolsas llenas de litros, “risketos”, pan de gasolinera y sobres de fiambre de “garrafa”. Manda huevos. Ya llegamos, porque a dos pasos de esa calle Feria de “Juan Belmonte, matador de toros” de Chaves Nogales, inauguraron en 1918 la histórica bodega Mateo Ruiz, un despacho de vinos que surtía a granel a los vecinos que bajaban con sus garrafas para agarrarse un buena curda en sus patios.
Años más tarde, el hijo del fundador se hizo cargo del tenderete convirtiendo el almacén en taberna e incluyó la típica pizarra con tapas y raciones de chacina, quesos, embuchados, almendras, productos secos y salazones. En un pequeño fuego comenzaron a hacer sus pinitos con un puchero y una sartén y de a pocos se especializaron en bacalao de Islandia, asunto que les dio buena fama en el momento que se pusieron a elaborar esa especie de pavías que les dieron gran renombre: su bacalao frito a tacos. Desalado en dados gruesos con su pellejo y sumergido en una papilla pringosa de harina, lo sirven escurrido y dorado en su platillo, listo para ser devorado con un botellín, una caña o los vinos de Valdepeñas que anuncian en la bacalada-cartel de la fachada junto a un escueto “bacalao-frito y fresco-chacinas-quesos-gambas”. Amen. También lo ofertan crudo para picotear a pelo, como en los libros de John Silver “el Largo” o hecho al ajillo o pringado de aceite con almendras y piñones o en tortilla. Son listos, porque el gadus morhua da una sed de espanto. Pero el verdadero tesoro que distingue a esta taberna es que Mateo y sus chavales, Roberto y Raúl, contagian paz y sosiego a sus clientes, vacunándolos contra el ruido y el alboroto. Son mudos. Abren la puerta y todo dios entra en silencio. Si llevas prisa, ¡lárgate a Mateos Gago! Son un espectáculo único, pues resisten a esa Sevilla de las franquicias, las banderitas y las originalidades exageradas. Acudan a esta bodega con inocente curiosidad y no pierdan detalle de la entusiasta capacidad de una familia entregada a las maniobras de un bar: alumbran la freidora, menean la ensaladilla de gambas, planchean huevos de choco y rebanan mojama, pulpo, caña de lomo, morcón, salchichón, chorizo y queso. El remate final es un desconcertante pepito de pan bregado relleno de bacalao en aceite con cabello de ángel, guarrindongada única en su género y difícil de encasillar porque hasta el mismísimo Ferran Adrià las pasaría canutas para clasificarla en su cansina Bullipedia: no sabría si meterla en dulces, pescados, bocatas coreanos, cocina fusión o japonesa, ¡chúpate esa, Santa Teresa! Larga vida a la Bodega Mateo Ruiz. Disfruten, que nos quedan dos telediarios.
Bodega Mateo Ruiz
Palacios Malaver 33 – Sevilla
T. 954 387 754
COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Tasca
¿CON QUIÉN? Con amigos
PRECIO ***/*****
Interesantes platillos.