Aitor Rauleaga

Un cocinero de bandera frente a los jardines de Albia

Hoy partimos de “Feriarte”, que es un circo madrileño de las antigüedades al que iba de crío con mi padre, como dos pobres enfermos de Diógenes, rastreando como desgraciados todos los puestos en busca de tesoros: plata antigua española, grabados, pintura del siglo diecinueve y la madre que parió a Panete. De repente te plantabas ante un Durancamps o un Fortuny, un Lucas Velázquez o un José Benlliure y se te iluminaba la sonrisa, como cuando tu madre sacaba del horno esos macarrones gratinados con chorizo, con una costra burbujeante y apetitosa. Con tanto fútbol, el mundo se está volviendo gilipollas, así que vivan la cultura, la inteligencia y todas esas criaturas cultivadas que no se desgañitan en los estadios, que haberlas, haylas y son nuestra esperanza antes de que impacte el meteorito.

Todavía quedan almonedas y ferias de brocantes para algunos locos a los que nos siguen chiflando los libros viejos y todas esas piezas que deseamos trincar para colocarlas en casa ante nosotros, gozándolas mientras cocinamos, leemos, desayunamos o lo que en cada momento toque, pues hay coleccionistas enfermos que persiguen, cazan, compran y guardan y otros que preferimos disfrutar la hermosura y compartirla bien expuesta. Mi tío Luis tuvo durante años en el retrete un carboncillo de Eugenio d’Ors y unas manos preciosas dibujadas por Eduardo Chillida, y conozco a otro astronauta que disfruta de su Andy Warhol cada vez que visita el excusado y levanta la tapa para echar un pis o hacer lo otro, o sea, aguas mayores. Genio y figura hasta la sepultura.

Toda esta chapa queda justificada, o eso espero, porque a dos pasos del fogón de Rauleaga está la librería Astarloa, que lleva muchos años atendiendo a los feligreses que nos acercamos a su escaparate a derretirnos como cucuruchos de mantecado. Algunos se prohíben la entrada a los casinos de juego y yo hace tiempo que evito franquear el umbral de garitos como el de Abando número cuatro, porque si encuentras algo que te hace los ojos chiribitas, se desatan en ti diálogos internos escalofriantes y un chispazo te recorre el espinazo, bloqueándote el pensamiento y enfermando. Un horror. Algunos lo llaman mal de Stendhal, pero me temo que nada tiene que ver con ese síndrome que eleva el ritmo de tu patata, provocando palpitaciones, sentimientos incomparables y emoción cuando te expones a obras extremadamente hermosas. Tu solo quieres llevártelo a tu casa y eso es una enfermedad parecida a la que tenía Erik el Belga, pero pagando.

Aitor es zarauztarra y paseando por su pueblo se encontró con Karlos Arguiñano, senador plenipotenciario de las perolas que le preguntó por sus proyectos, “me estoy poniendo por mi cuenta”, le dijo, “abro restorán nuevo y tengo varios nombre pensados”. Imagínense a los dos titanes, en mitad de la calle Mayor o en el paseo marítimo, ¡que se yo!, y el pobre Aitor va y saca un papel garabateado y le enseña al maestro un listado con los típicos nombres poéticos chorras, como de elepé de Mikel Urdangarin: “entre todos estos tengo que decidir”. “Chaval, centra bien la jugada y ponle tu nombre al garito”, le dijo Arguiñano, así que dicho y hecho, “Aitor Rauleaga” puso en su dintel de entrada, en el mismo cogollito de los bilbaínos Jardines de Albia. Lleva toda la vida pico y pala, así que además de algún cliente que se cuela del mismo Hotel Abando en el que está ubicado, atiende a toda una feligresía de viejos amigos que llevan toda la vida enganchados al pringue de sus pucheros, porque el chaval rasca el culo de sus ollas y se bate el jornal estofando, meneando cazuelas y ofreciendo esa cocina vasca de raíz, puesta al día. Sus comedores son una curiosa mezcla de empresarios vestidos de tweed, cargos políticos que se cobijan en sus reservados a salvar sus culos putrefactos, parejas enamoradas o simples zampabollos que corren a meterse entre pecho y espalda los timbres de gloria de su carta, gamba blanca de Huelva plancheada, salpicón de centollo, tártaro de atún rojo, jamón ibérico de bellota, tomate aliñado con ventresca de bonito, terrina de foie gras o ese inmejorable salmón ahumado Keia manufacturado por Gaxen, servido con un pringue de piparras. Estén atentos al cuchareo porque allí pita con descaro la olla rápida, ¡fffiiiiiissss!, alubias, lentejas, menestras, morros de ternera, pichones, rabo de añojo, manos de cerdo o callos. Clavan los clásicos como la merluza en salsa verde con almejas, el bacalao a la vizcaína o las piezas enteras asadas a la brasa, lenguado, rey, besugo, rodaballo o lo que pillen en las lonjas cercanas. Los dulces son los de toda la vida de restorán de mantel y aplique con pantalla, torrijas, tarta de queso, pastel de chocolate, hojaldre relleno, cuajada de oveja, quesos y sorbetes. Disfruten, que nos quedan dos telediarios.

Aitor Rauleaga
Colón de Larreátegui 9 – Bilbao
T. 944 256 345
restauranterauleaga.com

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Clásico modernito
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia / Negocios
PRECIO ****/*****

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