Taberna del Alameda

El tasco “euskandinavo” de los Txapartegi

La familia Txapartegi pertenece a mi paisaje de infancia, pues no imagino ningún capítulo de mi niñez o de mi adolescencia sin tenerles bien cerca. Se criaron en mi mismo entorno, en la vieja carretera que subía a la ermita de Guadalupe y pasaba ante la fachada de la vieja fábrica de cartón y esos caseríos que jalonan las faldas del Jaizkibel. Créanme, es un paisaje de ensueño que pintaron Gaspar Montes Iturrioz, Darío de Regoyos, José Salís o el mismísimo Daniel Vázquez Díaz. De chavales, vivimos a escasos cien metros, y ante nuestra puerta discurría un camino de tierra por el que pasaban carros de bueyes, había una charca en la que pescábamos catarros y renacuajos y quemábamos hogueras por San Juan y fiestas de guardar. Olíamos el fuego y nos arremolinábamos alrededor. No había televisores ni móviles y el mejor pasatiempo era vivir. Manda huevos.

Después de misa visitábamos el Alameda y nada nos hacía más ilusión que quedarnos allá a comer bajo su majestuosa glicinia azul que tapizaba una enorme arcada metálica. Las mesas se apretujaban contra sus balaustradas y las hojas filtraban la brisa o los rayos del sol, creando un escenario increíble de película de cine italiano en el que celebrábamos unas cuchipandas de escándalo. Crecimos y en la espitosa adolescencia seguimos celebrando las farras de cuadrilla, comiendo y bebiendo como cosacos y liando unas escandaleras terribles. No sé cómo nos aguantaban aquellas tanganas del quince. La paciencia de la familia Txapartegi es infinita, porque siempre nos sentimos como en casa y nos atendieron de fábula. De aquellos tiempos recuerdo rabaneras de porcelana colmadas de paella dominguera, ensaladilla, fritos, redondo de ternera, callos picantes, filetes empanados con ajos y muchas patatas fritas y las clásicas tartas heladas, flanes, natillas y arroz con leche.

Mi primer recuerdo en su cocina es preparando un concurso de sociedades gastronómicas, en un fogón enorme que era el pulmón del establecimiento. Por una puerta accedías a la sala y por la otra, a una gran barra repleta de gente del barrio y de pescadores poteando y picoteando para amortiguar la trompa. Frente a la larguísima superficie de zinc se arremolinaban muchas mesas en las que la peña se metía raciones y cazuelas entre pecho y espalda, sobresaliendo los mejillones tigre con salsa de tomate picante, gran reclamo para locales y forasteros. Gorka curró en el desaparecido Jaizubia, que en sus buenos años con Manolo Iza al frente, pintó de modernidad la cocina vasco francesa de entonces. Recuerdo que aluciné cuando me enseñó a guisar uno de sus platos más electrizantes, una boloñesa encebollada de chipirones estofados con pimientos verdes y ajos, entregadísima al fondo del puchero hasta que el jugo evapora y resulta una mermelada oscura y concentrada de sabor deslumbrante. Puro verano. Convertida en revuelto cremoso de huevos sobre un cucharón de salsa negra, era más contemporáneo que un disco de la Velvet Underground.

Por eso me sigue dando calambrazo entrar en la taberna del Alameda, vestida hoy de madera y apariencia nórdica “euskandinava”, enfrentada al renovadísimo restorán estrellado de toda la vida. Hoy no hablaremos de los platos chiriripitifláuticos de Gorka ni de su sala abierta sobre las marismas de la vieja muralla hondarribitarra. Centramos la jugada en el origen de todo, en esa “tradición informal” de una barra para el día a día, si lo que apetece no es una comida de tomo y lomo con sobremesa larga, sino comer bien y rápido con la familia o con los colegas. Encima, si hay confianza, suelen aterrizar desde la cocina algunos platos de carta para que compruebes de primera mano que su estrella Michelin sigue en plena forma. La carta es corta y muy apetecible. Pueden acomodarse dentro, en sus mesas altas, o en la repisa exterior junto a la barandilla, para ver los coches enfilar hacia la ermita de Santa Engracia. Ofrecen olivas aliñadas, jamón recién cortado, ostras, piparras fritas, patatas rústicas “bravas” o unas croquetas de jamón que están para ponerles un piso en primera línea del Paseo de Butrón. No se andan con chorradas con los calamares fritos o rabas porque emplean chipirón vivo con su piel, y son harina de otro costal. Flipas. Guisan los celebérrimos tigres, aliñan ensaladas de tomate y vuelan las elaboraciones de cimarrón o bonito, preparadas modernamente o más tradicionalmente: crudas, rollo “carpaccio” o cocinadas en salsas de siempre. Para terminar, contundentes cazuelas de setas con huevo escalfado, alitas fritas de pollo de caserío, costilla de cerdo con ajo-aceite “Ezpeleta”, chuleta asada con su guarnición y los inmortales callos y morros guisados al estilo de la amona. Ofrecen quesos del francés Beñat, proveedor de las celebridades parisinas, helados artesanos y “cocottes” de avellana tostada o de queso fresco. Disfruten, que nos quedan dos telediarios.

Taberna del Alameda
Mirasoroeta kalea 1 – Hondarribia
T. 943 64 27 89
restaurantealameda.net/taberna/

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Tasca modernita
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia
PRECIO ****/*****

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