Atlas

Una “tetería snack” que guisa pistonudamente

Llevo tiempo preguntándome dónde papea toda esta bendita inmigración que vive con nosotros y que labura como pocos. Les iré soltando pistas, pero si controlan algún garito soy todo oídos, escríbanme o silben por la calle, cuando me vean. Espero que algún día conozcamos un lehendakari negro o bereber. No me canso en reconocer la diversidad de luz y de color que otras culturas traen a nuestra gris y húmeda geografía. Lo mismo da en un hospital, un vivero de plantas, una residencia de ancianos, una consultoría o pasando la desbrozadora en los arcenes de las carreteras, necesitamos como agua de mayo a toda esta peña que se parte el lomo lejos de sus casas, coloreando nuestro territorio. A fin de cuentas, es lo que siempre fuimos, una feliz bisagra entre continentes en las que con peor o mejor fortuna muchos se buscaron el sustento. Algunos disimularon y se quedaron, otros se tuvieron que pirar y a muchos los echamos con cajas destempladas y a tortazos, pero nos quedamos con esa mezcla racial de culturas que es la madre del cordero. Nuestro ADN es mestizo, por mucho que algunos alardeen de sus apellidos de pedigrí. Donde hay pelo hay alegría y no olviden que la distinción de la pureza es un soberano aburrimiento que ha provocado los grandes fiascos de la historia.

 

Mi padre fue un adicto al “camaflú”, que es cualquier representación mora que pueda entrar a través del olfato, la vista, el oído o los libros. Nació en Ferrol y desde muy chico tuvo la fortuna de vivir en el norte de África con mis abuelos, que por otra parte eran hijos de emigrantes que pasaron buena parte de su vida en Salvador de Bahía. Manda huevos. No saben la ilusión que me provoca ser un perro “mil leches”. Por parte de madre llevo sangre de francés muy espigado que tuvo que poner pies en polvorosa en tiempos de guerra, escapando de Alsacia vía Burdeos para terminar en la estación de Irún, imagino que con maleta de cartón y una mano delante y otra detrás. En casa hay una lámina daguerrotipo bañada en plata del pobre hombre vestido de soldadito, con una pinta de tieso que no sabéis qué pobrecito. Pero centremos el balón de una vez. Fathallah Amamou es el reciente propietario de este tasco marroquí de la calle Viteri, esa avenida que en los tiempos de la movida madrileña y en fiestas de “Magdalenas” de los ochenta era un Piccadilly Circus. Ya saben, garitos modernos de tragos largos flirteando con barras que dictaban los pinchos de moda del momento. Recuerden la “alta cocina en miniatura”, fiel reflejo de un mundo boyante que necesitaba sacar los pies de la caspa, del menú de Parador y del melón con jamón, poniéndose el mundo por montera. Hoy todo está prieto y Fathallah ha dejado su puesto de jefe de relevo en un taller de mecanizado para liarse el Atlas a la cabeza, convirtiéndose en hostelero de la noche a la mañana. Un par de cocineras lo asisten desde el fogón y el buen hombre no sale del local desde hace unos meses. Vive en Pamplona con su familia y para no andar todos los días en ese trajín por la autovía, buscó una habitación para instalarse cerca de su nueva aventura.

El local es feísimo. Si son pijos o demasiado pitilines, ni aparezcan. No se les ocurra llevar a una querida o celebrar allá un cumpleaños en familia. Las mesas son incómodas. Los bancos corridos un espanto y la decoración es de “mírame y no me toques”. Rollo bazar. La clientela, variopinta, reúne a locales con aventureros, matrimonios jóvenes con niños, currelas que echan de menos a su madre y franceses. La cocina es punzante. Fresca. Recién cocinada. Sincera. El pan es soberbio, plano y de poca miga, aún caliente. Y no hay alcohol, así que vengan bebidos de casa. Solo sirven agua y ponzoñas como “Hawaï” tropical o “Poms” de manzana, imbebibles. El festival arranca con la ensalada marroquí o la “mechouia”, pimientos verdes y rojos asados con ajos y tomates. Puntúa fuerte el “Zaalouk”, berenjenas asadas con ajo, tomates, aceite de oliva y limón confitado, la “Bakoula” o espinacas estofadas con especias, piñones y limón o las habas, desayuno de media África, sofritas y ligeramente astringentes por su pellejo. Ofrecen varios “Tajines” guisados en cazuela de barro con su caperuza. De ternera y verdura o pollo, conteniendo ciruelas, huevo cocido, almendras, aceitunas, pasas, limones, tomates, albaricoques o nueces. Y sirven “Cuscús”, un plato universal que crea tanta adicción como la pasta, la paella o un curri hindú. A mi por lo menos me asalta de ciento en viento el ataque por calzarme un cuenco de sémola con sus sacramentos, pollo, ternera, zanahorias, garbanzos, calabaza, calabacín y ese grano integral que se traen desde Oulad Boukhalfa. La pastilla de pollo es otra especialidad que desconcierta al novato, porque la cuenca mediterránea norteafricana es adicta a las mezclas dulces-saladas. Hace ya mil años tuve la folla de comerme una cocinada por Santi Santamaría en su Can Fabes. Bajo una coraza de “phylo” crujiente relucía un sofrito especiado con pescados de roca, azafrán, jengibre, canela, cúrcuma y miel. La pastela del Atlas merece la pena, y si la encuentran seca, péguense un trago de agua y santas pascuas. Larga vida a mesié Amamou y que prospere su negocio. Lo pasarán pipa y se echarán unas risas oteando el panorama y sus peculiaridades. Escapen como sea del tedio alimentario que nos circunda, porque el panorama está feo. Disfruten, que nos quedan dos telediarios.

Atlas
Biteri 48 – Rentería
T. 688 684 476
atlasrestaurantemarroqui.negocio.site

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE cursi “habibi”
¿CON QUIÉN? Con amigos
PRECIO ***/*****

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