Órale

Los platillos mejicanos de Anabel

Me quedo picueto repasando las fotografías de este pasado verano porque uno curra para que le luzca la melena y tuvimos también tiempo para disfrutar como los cocodrilos del Serengueti. Lo pasamos pipa en Cedeira con Lucía, María, Juan y Manolo comiendo patatas fritas y la mejor empanada de merluza del mundo mundial que hacen en el Badulaque, con un relleno primoroso, sofrito y sabrosísimo encerrado en una coraza fina y adictiva, pringosa, quebradiza y oscura. Me puse bravo y les guisé un cazuelón de kokotxas en salsa verde con muchos ajos y guindillas, papeamos caldeiradas de rape, tomamos copas en un jardín de ensueño y paseamos por las rocas alucinando con aquella reserva marina y sus acantilados forrados de piñas de percebes que dirigen sus uñas hacia la ermita de San Antón, pidiendo protección divina.

Luego gozamos también en las fiestas de Trasobares, en la comarca del Aranda, con Javi, Idoia, Pajalarga y los chismorreos del concierto de King África en el pabellón, el campeonato de rabino y guiñote, la aurora de la Virgen de la asunción, los pasacalles y la aclamadísima orquesta Titanes Show, ¡qué maravilla! Y aún quedaron días para sardinas asadas en Santoña, huevos fritos en el nacimiento del río Asón y flipar en cinemascope en el Bután español que no es otro lugar que el valle del Pas y las localidades de San Roque de Riomiera, Liérganes, Selaya, Rubalcaba, Mirones o ese inhóspito Portillo de Lunada que conduce hasta las Merindades y Espinosa de los Monteros.

El remate de estos disparatados, intensos y luminosos meses fue descubrir en Hondarribia y a dos pasos de mi casa un tasco mejicano de tomo y lomo en el barrio de la Magdalena, que celebraba unas fiestas chiquitas bien particulares y fue antaño conocido por sus escaleras roñosas y desvencijadas llenas de zarzas que unían la parte alta del pueblo con la ceremoniosa calle San Pedro, llena de veraneantes madrileños, franceses y viejísimos autobuses verdes. Pues resulta que estos chavos entraditos en años llevan ya unos cuantos años dejándose el pellejo en el fogón de un pequeño soto que alberga unas pocas mesas desnudas y una terraza para los días soleados en los que puedes beber y comer repanchingado. Y yo sin enterarme, menudo cronista gastronómico de pacotilla estoy hecho. Aprovechen estos días cortos del veroño en los que aún casca Lorenzo, échense un jersey al hombro y corran a esta taberna pinche güey para ponerse púos con sus fabulosas especialidades, que huyen como de la peste de los clásicos platillos comerciales y zaborreros rollo “Old El Paso”, hundiendo sus raíces en los guisos bien estofados. La cocina es casera y rematada a fuego lento, honrada, sabrosísima, sincera, sin chorradas y ardiente si uno quiere ponerse a prueba y hacerle un testeo a su almorrana.

Es un “desfás” la entrega con la que Anabel currela en su pequeñísima cocina, sonriente e ilusionada con todo lo que atiende al fuego o amasa sobre la mesa, pues lo mismo muele que remueve o da vuelta a unos tomates que se tateman sobre las llamas de los quemadores. Me recuerda a la vieja cocina de casa de mi madre, articulada alrededor de una mesa hermosa y amplia frente a timbres de frío, una fregadera, armarios, baldas, una campana y esa cocina mural en la que no cabe un puchero más, pues a todas horas escupen vapor y cada vez que asomas el morro, sientes un olor bien delicioso. De vez en cuando aparece en escena su madre tapatía y la alecciona sobre los mejores pucheros que es capaz de hacer y el fogón se le llena de cacerolas y surgen nuevos sofritos y los clientes rabian de nervios por las novedades que puedan aparecer en la carta. No les dije que Anabel era oficinista y se dedicaba a la programación informática y toda esa aburrida mandanga de la conectividad y las zarandajas hasta que mandó todo a la mierda y se aventuró con su chico en el intrincado mundo de la hostelería. Siempre tuvo mucha mano y cada vez que guisaba en casa en modo chilango para los colegas, salía a hombros por la puerta como Joselito El Gallo, “tendrías que montar un restorán”, le decían. Así que dicho y hecho, ¡brava! Si pueden vayan y no se abrumen por la kilométrica carta porque Txomin y sus secuaces les recomendarán qué zamparse si es la primera o la enésima vez que se sientan allá. Las tortillas, los tacos y los totopos son adictivos, no sé que de demonios les meten para que parezcamos zombis. Montan ensaladas guapísimas, huevos pericos y rancheros y de toda suerte y condición, cóctel de mariscos acapulqueño, nopales aliñados, tostadas de tinga con coberturas pringosas o tiernas y calientes rellenas de guisos y salsa picosas de nombres sugerentes. Tacos al pastor, enchiladas o quesadillas forman el pelotón central de las propuestas de esta casa. Disfruten, que nos quedan dos telediarios.

Órale
Santiago 67 – Fuenterrabía
T. 943 051 431
@restaurante_orale

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Tasca chilanga
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia
PRECIO ***/*****

Deja un comentario