Laia

Un asador “euskandinavo” en las faldas del Jaizkibel

Esta casa a los pies del monte Jaizkibel está situada en un laberíntico corredor de caminos que suben y bajan serpenteando entre huertas, caseríos y sembrados de maíz. El asador de Arantza y Jon está colocado en el paisaje de mi infancia, a pocos metros de la ermita de Saindua y villa Kurlinka, que es el caserón en el que nací, corrí y la nave nodriza desde la que tramábamos las trastadas todas las mañanas de los veranos de mi infancia. A bordo de flamantes “motoretas” recorrimos mil y una veces todos los rincones de aquel paraíso en el que disparábamos con escopeta de balín, pillábamos jilgueros con liga, fumamos escondidos cajetillas de cigarros y agarramos las primeras mangas con botellines de cerveza que comprábamos en Errandonea.

 

Contaban historias versallescas del famoso Conde de Llobregat, amo y señor del palacio situado a escasos metros del lugar que hoy nos reúne, tipo peculiar que escribió sobre la historia de Hondarribia y sus hijosdalgos, militares, comerciantes y demás artistas de la barraca, que como todo el mundo sabe tuvieron siempre una peculiar y estrecha relación con la corona española y las relaciones de ultramar, aunque dejaremos estas batallitas de Lepanto para mejor ocasión. Cárguense de apetito y sed para visitar Laia y acudan con ilusión a darse un merecido homenaje porque su bodega, su fogón y su parrilla bien lo merecen. Sitúan el listón bien alto porque llevan años trabajando para desmarcarse del estándar del asador tradicional de toda la vida de dios, que está muy bien y hace su labor, pero peca de casposo con pantalón campana en forma de salas más feas que el baño de personal de Ajuria-enea, menaje de mesa “Cuéntame” de la familia Alcántara, materia prima irregular y un servicio de sala desganado, amigo del tuteo y del molesto compadreo. Así suele ser.

Laia es otro rollo en el fondo y en la forma y llevan años trabajando y reinventándose para ajustarse a los tiempos modernos, haciendo un gran esfuerzo por lograr la mejor materia prima y servirla de la manera más delicada. El local es virguero y ofrece unas vistas fabulosas, además de sensibilidad por sus cuatro costados. Comedores amplios y bien compartimentados, mobiliario “euskandinavo” de líneas depuradas, manteles sin cuadros ni estampados rollo “batzoki”, servilletas enormes, copas de finísimo cristal y una puesta en escena que escapa como de la peste del típico bollo de pan chungo colocado sobre la mesa en plan portada de libro de José Castillo o Ana María Calera. La mano de Arantza es evidente, engrandeciendo aún más la calidad del tinglado con esa pasión por el servicio adecuado de los mejores vinos que reúne en una carta cuidadísima y alejada del habitual del sota, caballo y rey que encuentras por todas partes. Hay vida más allá del distribuidor y su comercial y si quieres néctar remueves Roma con Santiago para ofrecer elixires a tus clientes.

Jon se ocupa del fogón y de la brasa y ofrece pocas cosas y muy buenas, justo tocadas y servidas con raza en loza reluciente. Los puntos de cocción son virgueros y no adorna con floripondios ni pinta la vajilla con reducciones, ni pasta miso, ni chorradas varias, como por ahí acostumbran. A algunas casas de postín les parece muy vanguardista, berlinés y como del centro de Copenhague andar colocando pétalos de colorines y brotes patagónicos sobre unos chipirones “Pelayo” o un salpicón de bogavante. Aquí no se andan con idioteces y brilla la vitrina de maduración de cintas de chuleta y un cesto con pescados del día que se arrima a las mesas para poner nerviosa a la concurrencia con rapes, meros, rodaballos o cogotes de merluza. Nunca falla el jamón ibérico de bellota bien cortado, las anchoas seleccionadas en salazón, la terrina de foie gras o el filete tártaro de carne, sin esas cochinadas tan ocurrentes que todo dios pone por encima: velos, huevos fritos o todo tipo de aliños insufribles que convierten el plato en un entierro. Si hay verdura, la emparrillan y la sirven con papada ibérica y caldos sabrosos para sorber a cucharadas. Es un espectáculo la gamba blanca de Huelva “tamaño reloj”, pues llega hasta más allá de la muñeca si la extiendes sobre la palma de la mano desde el extremo del dedo medio. Otras golosinas son las vieiras a la brasa, gordas como melones, el carabinero asado con su jugo y las almejas con arroz, especialidad bien guipuzcoana.

La joya de la corona es la chuleta de vaca a la brasa, trinchada como en ninguna parte, que ofrecen en distintas maduraciones. Una corta de treinta días para la gente normal y otra que guardan el doble de tiempo, para los más cursis con ganas de fardar que luego cuentan la experiencia “premium” en el trabajo o a su cuadrilla o en la cena de cuñados. Todas servidas con patatas fritas, lechuga y cebolleta o pimientos rojos del piquillo. Cómanse la grasa bien torrada y dejen mondos los huesos, apurando con el filo del cuchillo. De postre, frutos rojos con granizado y helado de yogur, soufflé de chocolate con helado de avellana, gloriosa tarta al whisky 2.0 y un carro imponente de quesos seleccionados. Disfruten, que nos quedan dos telediarios.

Laia
Arkoll 33 – Hondarribia
T. 943 646 309
laiaerretegia.com

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