Un restorán que alcanza la vista de las tres provincias vascas y el Cantábrico
Mi tierna infancia la pasé rodeado de monjas, monaguillos, lagarteranas y demás fauna ibérica entregada a las labores propias del culto y la eucaristía, aunque todo este asunto me oliera desde el primer segundo a chamusquina y viera la luz en el mismo instante en el que algún sabio con sotana me soltara aquella perla cultivada de que el trabajo santifica, ¡me cago en mi tía Perica!, hasta aquí hemos llegado. El mes de mayo era el de María y antes de aplicarnos con las raíces cuadradas, los reyes godos o la tabla del nueve, dedicábamos la clase a rezar el rosario con legañas, cantando como ruiseñores, machaconamente, los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, con sus letanías, ¡rosa mística!, ¡arca de la alianza!, ¡Torre de David!, ¡consoladora de los afligidos!, ¡menudo festival de la OTI!
Sentí pronto las vibraciones de cintura para abajo, se desplomó el mito de “Marcelino, pan y vino”, y comencé a arrimarme a las chicas más desvergonzadas, al balón de fútbol y al paquete de cigarrillos, agarrando las primeras melopeas en los descampados de todos los santuarios de la geografía vasca, pues me quedó claro que las apariciones de nuestra señora sucedían siempre cerca de las tabernas de los caseríos, al contrario de lo que nos enseñaba el catecismo. Las presencias marianas llegan precedidas por un embriagador olor a rosas y todas esas bobadas de cuento de Calleja, pero en mi adolescencia, ¡qué dolor de cabeza!, comprobé que la madre de dios era muy lista, pues los santuarios están siempre cerca del bar, a dos pasos de tabernas surtidas de sidra, tortillas de bacalao, bocadillos de panceta, patatas fritas de bolsa, naipes, tapetes, “amarrekos” y “Soberano”, que es “cosa de hombres”.
Así que el asunto religioso me empujó al vicio y al fornicio, porque San Miguel de Aralar, el santuario hondarribitarra de Guadalupe o la ermita irunesa de San Marcial mostraban angelotes de mofletes colorados por la cercana presencia de la tasca vasca, que como el fabuloso Kantabria de Arrate, custodia a la feligresía desde tiempo inmemorial y atiende a todo pichichi desde una barra bien surtida y una cocina alumbrada desde altas horas de la mañana. Maite y sus hermanas Maribel y Nerea, campeonas del mundo, hacen sentirse a sus clientes los reyes de la experiencia, pues ofrecieron porrón de bodas, bautizos, comuniones y celebraciones familiares. Aunque algunos fanfarrias piensen hoy que la modernidad hostelera cayó del cielo, sepan los reyes del mambo, del sifón y de la Diputación, Departamento de Cultura y Turismo con mayúsculas, que aunque repartan sus premios chiripitifláuticos a gentes que esferifican berenjenas amazónicas o gestionan restoranes biodinámicos en lo alto de un cocotero del altiplano boliviano, en nuestra tierra y a dos pasos del parque tecnológico de Miramón, tenemos “sultanas” y maestras del oficio y de la vida que rebozaban lomos de merluza, aliñaban ensaladas ilustradas y echaban chuletas de ternera sobre la plancha cuando todavía muchos no habíamos salido ni del cojón de nuestro padre.
Lorea, su chico Aitor y sus dos churumbeles serán los herederos de esta casa de fuertes cimientos, que lleva amoldándose al discurrir de los tiempos con una oferta sólida y sin miramientos cimentada en un fogón que despacha en barra o comedor un menú del día imbatible, defendiendo a capa y espada una carta servida en una sala de vistas imponentes desde la que se alcanzan a la vista tres provincias vascas y el Cantábrico, ahí es nada. Son más chulos que un ocho de hojaldre despachando generosas raciones de fritos, que vuelven tarumbas a las vecinas Carmelitas Samaritanas, pues los domingos se las llevan por bandejas hasta el convento para iluminarse el aperitivo entre Laudes y Vísperas, ¡qué listas!, croquetas, lengua “Villeroy”, gamba gabardina, “rabas” de pimiento verde y calamares a mansalva son inmejorables salvoconductos para hablar con dios. Son buenísimos los pescados asados al horno, rodaballos, besugos o rapes, la imperial merluza albardada, por todo el mundo conocida, y sobresale esa chuleta pequeña de ternera, tierna, torrada y muy sabrosa, escoltada por pimientos verdes, patatas fritas y ensalada con abundante cebolleta. Si aprieta Lorenzo, sírvanse los postres en la terraza para gozar como mandriles echándose un café, arreándole a los flanes armados de brochas de tabaco habano mientras escuchan algún chupinazo del campo de tiro vecino o el volteo de campanas del santuario, ¡viva la Cruz de San Andrés y la jefa de Arrate!
Kantabria
Alto de Arrate – Eibar
T. 943 121 262
COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Restorán campestre
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia
PRECIO ***/*****