Casa Marcelo

Un tasco monumental que reclama la atención justa al cliente

Siguiendo mi peculiar estilo churrigueresco de abuelo cebollas debería de arrancar esta colaboración con mi derrotado estilo gruñón, pues mi entorno más cercano lleva una temporada advirtiéndome de mi temperamento agrio, parecido al juguillo pestilente que se escapa de las latas de anchoíllas en salmuera o de los bidones de berza fermentada que los pueblos bárbaros del norte devoran con salchichas. A propósito del restorán de hoy, lo más normal para comenzar sería pasearlos por los cerros de Úbeda cantando las excelencias del fabuloso jardín del Pazo de Santa Cruz de Ribadulla y sus macizos de camelias monumentales, galerías de olivos y gigantescas magnolias. O fabular a propósito del mago Merlín o don Hamlet y apelar al espíritu del inmortal Cunqueiro, que se declaraba descendiente de doña Pasitea, una sirena que tuvo devaneos amorosos con un paladín francés de nombre Roldán.

Pero centraré mi puntería confesando mi profunda admiración por el propietario de este garito compostelano, ubicado en la trasera de la iglesia de San Fructuoso o de la Real Angustia, ¡qué alegría, virgen María! Marcelo Tejedor es el cocinero total por excelencia, un tipo poliédrico, como dirían los gacetilleros del ramo, capaz de dar de comer en lo alto de una loma o a bordo de un globo aerostático, pues se quemó tanto las pestañas y llevó tantas coces a lo largo de su existencia, que hoy oficia en su garito junto a una pequeña tropa de bandoleros de distintas procedencias, capaces de arrimarte el trabuco al mentón si no respetas al jefe o empleas su nombre en vano. Su lugarteniente se llama Martín Vázquez y mataría por su patrón, como el Algarrobo por Curro Jiménez. Marcelo nunca tuvo pelos en la lengua para hacer o decir lo que le vino en gana y ejerce de truchimán con sus amigos y clientes, lanzando su capa al suelo para que nadie se manche el gabán en los charcos y puedas comer y beber en su instalación como si mañana al alba te fueran a dar garrote vil.

Mantuvo el aspecto “enxebre” del local, una humilde casona de piedra que abriga un piano central con su “lareira” y horno de piedra, el mismo espacio que desde los inicios de esta aventura despachó comida suculenta de altos vuelos a las pequeñas y coquetas mesas vestidas con mantel fino de lino, a la vieja usanza de la restauración peripuesta de toda la vida de dios. Cansado de chorradas y de tener que demostrar todos los días la cuadratura del círculo, haciendo equilibrios sobre el alambre para críticos, abrazafarolas, esperpentos andantes, académicos con chorreras, marquesas de Parabere y demás fauna de museo de los horrores, se sacudió la caspa y puso patas arriba el establecimiento con mesas corridas, bancos de madera y volumen alto en el magnetofón, ¡vivan los Siniestro Total, el unto y la careta de cerdo!, ¡vivan las zanfoñas de Ortigueira!

Tan solo por un platillo de entre todas las virguerías que ofrecen, ¡qué despelote!, vale la pena desplazarse desde cualquier punto de la geografía. Si yo vistiera pantalón pitillo ajustado “fardapollas” con dobladillo de pescar ranas y fuera Finlandés, iría caminando desde Helsinki para trincarme la monumental terrina de patatas torrada con yema de huevo chorreante y papada de cerdo en lardones, gruesos como canicones, ¡viva la grasa! Semejante prodigio es de categoría superior al clásico plato tradicional de huevos con puntilla y patatas fritas de sartén, hito inaudito y logro inalcanzable para el común de los mortales profesionales que llevan toda su carrera devanándose los sesos y jodiendo migas serranas, mazamorras o tortillas de patatas con tecnología punta, intentando sorprendernos con reinterpretaciones de los grandes “hits” metidas en copas o espumas infumables que salen por el pitorro de un sifón, ¡me cago en el concepto y la textura! Aquí son prácticos hasta el último aliento y evitan a toda costa las ridiculeces sirviendo algo que no mejore lo que ya existe. Juegan para bingo reclamando la atención justa y no son pelmas con la “filosofía” y el “trampantojo”, dejándote gozar como un palomo “Linares” con las ostras empapadas de crema de limón, las zamburiñas con salsa XO que saben a la bahía contaminada de Hong Kong, esos tiraditos peruanos de pescado bien aliñados sin maíz incomestible ni rocoto o un glorioso canetón asado y tierno, tostado y empapado de un jugo reventón. Sirven un pan que está para mear y no echar gota.

Casa Marcelo
Rua Hortas 1 – Santiago de Compostela
T.981 558 580
casamarcelo.net

COCINA Nivelón
AMBIENTE Tasca enxebre
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia
PRECIO ***/*****

 

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