Rekondo

La catedral del pimple y el zampe del gran Txomin

Con el paso de los años voy teniendo cada vez más clarinete dónde prefiero entregarme a los placeres del estómago, que no son otros que rodearte de buena gente y muchas cubiteras sin echar demasiada cuenta de lo que zampas, pues hay establecimientos como el que hoy nos entretiene en la subida al donostiarra barrio de Igeldo, que lleva una vida entera afinando sus fogones y embelleciendo el entorno para enorme satisfacción de los que plantamos las posaderas en sus instalaciones.

De aquellos años de croquetas y botella de sidra bajo los plátanos un sábado a la hora del aperitivo, ¿qué queda hoy?, pues un caserío deliciosamente convertido en uno de los pocos lugares de este mundo en el que me hacen los ojos chiribitas si sé que zamparé allá con la servilleta anudada al cuello. Reorganizados sus espacios interiores y convertidos sus coquetos comedores en alardes de luminosidad y buen gusto, la disposición de sus mesas permiten al exhibicionista ser observado por la concurrencia masticando a dos carrillos una langosta cocida con un reloj de doce mil euros en la muñeca, o a los más pringados como yo, escondidos en el reservado o tras las columnas, ¡agazapados!, rendir cuentas a los huesecillos de un cogote o a la corona de espinas de un lenguado churruscado, con su refrito. En definitiva, es local para gordos y delgados, para excesivos y melindrosos o para dandis y amantes del pantalón de Mahón, la camisa de lino y la alpargata de esparto.

Si me dieran un lápiz y una cuartilla de papel podría levantar un plano y reproducir todos los momentos de felicidad vividos entre sus cuatro paredes, pues desde que soy tierno infante he gozado como un auténtico energúmeno de compañía familiar, primos, padres y hermanos, celebrado cumpleaños, fiestas de guardar, comuniones, separaciones matrimoniales o nos agarramos a la vida entre colegas dándole al jamón ibérico, a las chuletas con patatas fritas y al vino tras enterrar a algún ser querido. Pues para el que aún no lo haya experimentado, el dolor que provoca la pérdida de alguien cercano empuja a vivir todavía más intensamente y descorchas botellas, besas fuerte, agitas los brazos como Toro Sentado, das las buenas noches con estremecimiento a tu pareja o escuchas música a todo trapo en el tocata de casa o en el radiocasete de tu coche, como un tonto feliz y apesadumbrado.

Y a eso vamos constantemente y en peregrinación a la catedral del pimple y del zampe del gran Txomin, un personaje fundamental en nuestras vidas que lleva procurando felicidad a todos y cada uno de los clientes de la casa, que atravesamos amaestrados el umbral de la puerta y gozamos, bebiendo y riendo como si se fuera a acabar el mundo pasado mañana. Los menos creyentes regresan enloquecidos de su monumental bodega de vinos, pues atesora unos pasillos y estantes que ya quisieran las Bibliotecas Vaticanas, llenas de incunables y de documentos que cuestionan la existencia de dios y del mismísimo diablo. Ante la magnitud de lo que allá abajo acumulan, no queda más remedio que santiguarse y entregarse en brazos del despelote, pues estos tiempos de zozobra y desazón invitan a hacer añicos esos límites que separan al sibarita del insaciable zampabollos.

Yo siempre desconfié del que nunca se hartó de comer o se agarró una trompa del quince, pues así conoces tus límites y regresas renovado del empacho o del clavo con sensación de nueva oportunidad, pues aunque algunos piensen lo contrario, la gastronomía es un arte amargo con el que recordamos nuestro último naufragio. Los años pasan factura y todos y cada uno de los platos de jamón y lomo ibérico, sopas de pescado, pimientos del piquillo rellenos de rabo, ¡qué delicia antediluviana!, arroz con almejas, ¡menuda maravilla! o eso inmaculados lomos de merluza con almejas, nos recuerdan que seguimos vivos y deseosos de volver a sentarnos bajo los plátanos de su terraza con apetito voraz, como señal inequívoca de que seguimos conectados al mundo. Es cierre colosal la cuajada de oveja o el tocino de cielo, los canutillos de crema y el helado de turrón o la tarta caliente de manzana, pero si un tribunal de la santa inquisición decidiera ajusticiarme al alba, mi última voluntad sería una barra de pan y una cazuela enorme de kokotxas de merluza en salsa verde del Rekondo.

Rekondo
Paseo de Igueldo 57 – Donostia
Tel.: 943 212 907
www.rekondo.com

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Campestre modernito
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia / Negocios
PRECIO ****/*****

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