Milhojas “Chapero”

Hay tres hitos históricos de mi pasado pastelero que paso a relatarles. Uno. De crío pensaba que la teja de almendra era una mierda dura incomestible, hasta que Lourdes Iradi, compañera de la escuela de cocina, se sacó de la manga discos tostados tan finos como cristalinas y me quedé patitieso, ¡alabado sea dios!

Dos. Cierto día, acostumbrado al mantecado y virgen de vainilla natural, probé un helado infestado de mandanga de Tahití mezclada con caramelo salado y se me blanqueó el “txikito”.

Tres. Recuerdo nítidamente el primer polvo echado en un auto en el pedregal del barrio de Sagües, similar a aquella explosiva plancha de hojaldre estirado, espolvoreada de azúcar impalpable, cubierta de papel y caramelizada en el horno hasta formar un “pladur” compacto, tostado y pornográfico de otra dimensión.

Si quieren mojar la braga de cotón perlé o dejar una polución en el “slip”, ábranse un frasco de hojaldres del colega Chapero de Cabezón de la Sal, provincia de Cantabria, introduzcan la pinocha, esnifen y quedarán enganchados para el resto de sus días por esta increíble y puñetera metadona dulce, ¡me cago en la sacarina!, ¡viva el azúcar en vena!, ¡vivan las vacas lecheras!

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