Katxiña | David de Jorge

Bodega y asador de inspiración “euskandinava”

Muchos sueltan eso de que “aquí como en ningún sitio” y es cierto que abrigamos ese complejo de superioridad respecto al resto de mortales que trae de cabeza a quienes cuestionamos nuestra incapacidad por adaptarnos a las costumbres ilustradas. Este año cumplo cincuenta boniatos y me cambio de bando, ¡nunca es tarde!, para coger escaño en ese núcleo duro de la tribu local que piensa que somos la repanocha, pues después de dar mil vueltas me di cuenta, ¡al fin!, de que nuestro paisaje es tan fabuloso y exótico como los que muestran los catálogos de las agencias de viajes.

Me encantaría convertirme en turista accidental en mi tierra y descubrir por primera vez las calles de Laguardia, las campas de Urbasa, la donostiarrísima plaza de la Trinidad o la universidad de Oñati y su fachada churrigueresca con aspecto de pastel. Por la misma regla de tres, alucino cada vez que me planto ante el viñedo de la bodega Katxiña que hoy nos ocupa, fijando la mirada en la paleta de verdes, azules y ocres que se abre ante tus ojos y en ese curso de una ría que serpentea entre marismas, muriendo en Orio. Ni los lagos suizos le plantan cara a semejante prodigio natural.

También daría un dedo de la mano por entrar por primera vez en el asador familiar de María Pilar, Izaskun, José Miguel e Iñaki, que llevan años haciendo apostolado de los mejores besugos asados sobre las brasas incandescentes a la manera tradicional, sin encerrarse en besuguera y dándoles vuelta con mimo, extendiendo las brasas hasta que forman un manto gris que evita que sus carnes se achicharren. Nunca abren el bicho hasta que está listo y toca trincharlo para evitar que escupa jugo, empapado con un toque de vinagre de sidra y ese característico refrito de aceite de oliva, ajos y guindillas que forma esa salsa mundial e injustamente conocida como “bilbaína”, ¡cagonriau!

El nuevo Katxiña conserva el viejo instrumental del antiguo local y renovó sus votos mudándose a una grandiosa bodega de txakoli, que elabora unos vinazos de bandera que pueden pimplarse en cualquier rincón de sus instalaciones. El aparcamiento es cómodo y las vistas son virgueras y sin parangón. Admiren la fachada y las pesadas estructuras que sostienen el caserío y giren como una peonza para pillar los detalles, colocados para agradar al cliente y hacerle sentir el rey del mambo … terraza de ensueño, parrilla imponente, depósitos de vinificación, amplios ventanales y una sala de barricas en la que podrán probar el delicioso vino mientras se trincan un tarugo de mendreska de bonito o un par de anchoíllas en salazón.

Es legendaria la mano de María Pilar en el fogón, pues aprendió desde muy joven los rudimentos básicos del buen sofrito y demuestra su mano en todos los guisos fundamentales, ¡tiene pendiente cuajarme una tortilla de patata! A falta de hincarle el diente a un triángulo, queda el consuelo de su masa de croquetas, cocinada a su imagen y semejanza y frita haciendo coraza crujiente con corazón cremoso y fundente. Hacen incursiones en el clasicismo “sport elegante” sirviendo guisantes con puré de patata, huevo y panceta ibérica y unos hongos asados prodigiosamente a la brasa, tersos y de remarcable sabor, en amable compañía de yemas tibias. Entrando en palabras mayores, tienen un repóquer de ases con las kokotxas a la brasa o el bogavante troceado con un toque picante, el besugo o cabaretera de la casa y el rey, el rodaballo o el magnífico lenguado. La chuleta es de “chez Goya” y la seleccionan con mimo y exigencia para conseguir piezas finas con grasa infiltrada elegante que no canse y apetezca seguir jamando con apetito desmedido. Los postres son frescos y básicos, se pusieron las pilas ajustándolos para que estén al nivel, así que podrán poner punto final al festín con pasteles, jugos de frutas con helado y tartas ligeras.