Tarta helada “Eceiza”

Todo pichichi lanza sapos y culebras contra la industria alimentaria y yo he vivido momentos indescriptibles de gozo en las bocas de inmensos túneles de congelación, autoclaves o sartenes basculantes del tamaño del acorazado Potemkin, ¡qué quieren que les diga!

El helado más cremoso que jamás zampé fue en la factoría alavesa de MIKO, en el año de la polka y en compañía de Antonio Martos, que tuvo la gentileza de dejarnos meter el morro en una tarta “Comtessa” recién hecha, ¡menuda maravilla!, ¡pura crema!, ¡seda de Persia!, ¡alabado sea dios!, con crujientes y finas láminas de chocolate parecido al cristal de Murano.

Siempre me volvieron tarumba las tartas heladas de toda suerte y condición, esas que se disfrutan en chanclas en el chiringuito o sirven como depurativo para bajar una jamada de chorizos y costillas de cerdo asadas en una barbacoa guarra.

No pueden tener nombre más sugerente, pues bajo la denominación de “Emperatriz”, “Romántica”, “Alteza” o cursiladas del estilo se esconden capas de bizcocho, yema tostada, mantecado, almendras, nata montada, merengue, mermelada de fruta o cereales rebozados.

La reina madre de todas ellas es la que se curran en la pastelería “Eceiza”, maestros tolosarras en el arte de parir bombas de crema, tejas, cigarrillos, relámpagos, mascotas, tartas de moka, merlitones, Juanitas y demás artefactos explosivos, que hacen los coros a su majestad la tarta helada, que no tiene rival.

La venden al corte en tamaños desproporcionados y es un festival comerla ligeramente atemperada para no partirse los piños en el intento, desgajándola con una cuchara templada en café expresso, ¡muérome, oh, Afrodita!

www.eceiza.eus

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