Patxikuenea

Un asador familiar en las faldas del Jaizkibel

A “Patxikuene” íbamos de chavales a comer una tortilla ovalada de chorizo que se te saltaban los ojos de las órbitas, y zampábamos chuleta asada a la parrilla con aquel ajilimójilis avinagrado que era santo y seña de la casa. Ahora todo dios asa carne sobre las ascuas y es tema de conversación la maduración o la procedencia de una cinta de chuletas, pero en aquellos tiempos de maricastaña escaseaba el jamón ibérico y el dominio de la brasa.

Hoy a este local legendario seguimos yendo con la misma ilusión que el primer día a comer ensalada mixta con sus tacos de bonito en conserva, su huevo duro, espárragos, olivas verdes con hueso, lechuga fosforescente de las huertas aledañas, tomate maduro y cebolleta tierna. No pueden faltar los filetes de anchoa en salazón empapados de aceite de oliva virgen extra, el jamón de bellota 100% ibérico o la tortilla de bacalao hecha a la antigua, con su toque de perejil recién picado.

La historia de este caserío de Gaintxurizketa es la misma que la de tantos asadores repartidos por toda nuestra geografía y la resumiríamos en pocas palabras con mucho esfuerzo, madrugones y ese desconsuelo de ver marchar a los hijos nacidos en la casa rumbo a la prosperidad y las posibilidades, pues en los tiempos del NODO, se pasaban muchas dificultades en la cuadra y en la huerta y había que buscarse el jornal en los polígonos industriales. Allí mismo, donde antes hubo sembrados de alubias, maíz y patatas, se levantaron fábricas que pusieron patas arriba prados y pinares.

Si tuviera que imaginar el comienzo de “Patxiku”, dibujaría una escena con un tipo aporreando la puerta del caserío y pidiendo un trago de sidra, situación que va transformándose con el transcurrir de los años en un alud imparable de cambios en la fisonomía del lugar. Donde antes hubo vacas, se colocaron taburetes y mesas, el corral cambió la red del gallinero por fogones y sartenes y se levantó una parrilla, montándose la de dios es cristo con el remate de una barra que despachó chorizo cocido y todo un catálogo natural de maravillas propias de este tipo de locales, tortillas recién hechas, raciones generosas, bocadillos reventones, platillos de croquetas, vermús domingueros, patatas fritas de bolsa para los críos y café, copa, tapete y naipes para los más viciosos y ludópatas.

Pero pasemos página a este “Cuéntame” y plantémonos en un asador enraizado en pleno siglo veintiuno que se adaptó con trabajo, sudor y esfuerzo a los tiempos que en cada momento le tocó vivir, mimando a su clientela, profesionalizando los procesos para implantar la mejora, cuidando la materia prima y equipando espacios e instalaciones con muchos extras, pues hoy es el día en el que cuidan tanto o más la elección de un simple bollo de pan como la selección de pescado o de una simple cerveza. Todo suma y se les ve el plumero hasta en el irreprochable aspecto del nuevo cartel de entrada, los jardines exteriores que lucen como los chorros del oro con los prados recién segados y un parque de ejemplares centenarios cuidados con esmero. Cada vez que atice fuerte el viento, sufrirán viendo las ramas volar, ¡me apuesto un pie con su alpargata!

No olviden que dominan el fuego como pocos, así que métanse en el papel y recréense con los pescados asados a la brasa y su anatomía de “grey”, lenguados, rapes, bacalao, cogotes de merluza, rodaballos y “bixigus”. Chupen hasta dejar bien mondos todas sus coronas de espinas, mofletes, carrilleras, colas o “egalas” churruscadas en las besugueras y resplandecientes en las bandejas bajo el típico refrito de aceite de oliva, vinagre de sidra, guindilla y ajos laminados. Es de obligado cumplimiento rematar con una buena chuleta de vaca asada con ensalada y patatas fritas y dar gracias a la vida con queso y un pedazo de pastel por habernos permitido nacer a orillas del Cantábrico. Tómense un refresco vitaminado en la terraza y vean la vida pasar. Amen.