Erretegi Joxe Manuel

Pescado a la brasa
Un gran asador al que Mertxe y Joxe Manuel dedicaron toda su vida

La patente de corso era un salvoconducto sellado que permitía al propietario de un navío atracar su barco en los muelles de las poblaciones enemigas. Cualquiera que intente franquear la puerta de una cocina, se topará con la autoridad competente al grito de “¡ánde vas!”, y yo me considero un privilegiado por haberme ganado a pulso la entrada en todo tipo de chigres, covachas y tascos encopetadísimos o de andar por casa, esos en los que la chusmarra descamisada reclama a grito pelado su bocata chorreante de panceta y una caña. Son muchos años plantando simiente y buen rollo y recogiendo el cereal a puñados, pues no hay restorán en el que no me enseñen hasta el vestuario del personal, con sus duchas y taquillas como los chorros del oro.

En casa del difunto Joxe Manuel, patrón de barco y aguerrido marinero, no se andan con chiquitas y comienzan mostrándome los paños menores de sus instalaciones en una lonja que antaño fue “Conservas Alegría” y hoy articula el establecimiento, pues sirven una anchoílla en salazón digna del mayor de los reconocimientos, curada como siempre, con su justo punto de sal y firmeza, empapada de aceite de oliva verdoso, brillante y grueso. Sus cámaras frigoríficas escupen ese jugo herrumbroso de la salmuera y son el fuego que enciende un chupín que nos lleva por la trasera, poco a poco, hasta las mesas del amplio y luminoso comedor: almacén o economato, cuarto frío de la pastelería con una sorbetera “Carpigiani” como indiscutible joya tecnológica de la corona, cámara de perecederos, fábrica de hielo para el pescado, piscina para langostas, nécoras, camarones o bogavantes y una estrecha puerta que se abre ante la Capilla Sixtina de la casa, que no es otra cosa que la ingeniosísima parrilla y una cámara en la que guardan besugos, merluzas y lenguados tiesos como estacas.

Hay en esta casa una patología enfermiza por hacerse con buen género e intentan que luzca sobre las brasas tocando poco el balón para no errar el tiro a puerta y meter goles a mansalva. Las guindillas son riojanas, las garrafas de aceite de oliva virgen extra llegan del sur, los ajos son manchegos y la jefa de la casa Mertxe y sus hijos Mari Paz y Joxemari atesoran “bola” para comprar pescado en la subasta y plantárnoslo sobre la mesa vivito y coleando, asado y rociado del clásico refrito con muchos ajos. Pónganse cómodos en su sencillo comedor con vistas a la vieja lonja del pueblo para celebrar con alboroto que están en un garito de sobrada solera en el que no cuajaron los novísimos gestos de las cartas modernas, llenas de platos huecos y chorradas. Aquí reluce la cocina de supervivencia y esas especialidades de recetario de Ana María Calera, José Castillo o Busca Isusi, que se devanaron los sesos para recogerlas y explicarnos esa afición de los vascos por sepultar los pescados en salsas de colores vivos.

Siguen guisando su austera sopa de pescado hecha a la antigua, con cabezas de rape y mucho pan. A todo el mundo lo plantan ante sus filetes de anchoa, sobadas en casa, antes de poder echar mano al bonito en aceite, la ensalada mixta con sus tropezones o los pimientos rellenos en salsa. Les dije al comienzo que la materia prima no falla, así que pueden soltarse la melena con las gambas blancas a la plancha, las almejas a la marinera y las kokotxas de bacalao rebozadas en salsa roja, que son un guiso antediluviano en cazuela de barro de muchos quilates. Denle al marisco como si no hubiera un mañana y terminen con las soberbias kokotxas de merluza, de gran talla, hechas a la brasa o rebozadas. Ataquen cualquier pieza de pescado a la parrilla, cogote de merluza, besugo, lenguado, bonito en temporada o rodaballo, que es la estrella de la corona, para terminar rechupeteando todas las “ondakiñas” o “apurras” de su cabeza y esa corona de espinas que con un poco de suerte sale torrada y podrán zamparse entera, como si fueran torreznos del mar.