A mi hermana Elena le podrían dedicar un capítulo a ella solita en algún canal de esos que programan episodios de edificaciones increíbles o mega estructuras del tiempo de los nazis porque siendo niña, mi madre criaba pollos y ella, indignada, decía que no comía “gallina conocida”, ¡qué tía más grande!
Luego abanderó toda la vida una cruzada contra el asado de animalitos con cabeza, es decir, mostraba su total desacuerdo con la costumbre de trincarnos los cochinillos tostados en posición fetal, darle boleto a los corderos recentales o cualquier práctica que pusiera en peligro la fauna y la flora castellana, ¡me meo Amadeo!
Conozco poca gente con su capacidad de descojonarse del mundo y disfrutar de la vida, con unas carcajadas contagiosas, estruendosas y ruidosas que pueden escucharse desde el mismísimo Sebastopol. No existe en el mundo mundial nadie que haya arrasado con tantos salmones a este lado del Misisipi como los que se jamó ella a lo largo de su vida, fresco y a la plancha con su piel bien churruscada, crudo en filete tártaro, marinado con sal, azúcar y eneldo o ahumado, loncheado en filetes gruesos, con mucho pan tostado y mantequilla.
La pandilla de Keia elabora unas planchas de salmón ahumado que se te salen los ojos de las órbitas y dice Elena la fantástica que no existe otro que le llegue ni a la altura de la sobaquera, por su finura, textura en la mordida y esa grasa infiltrada que lo convierte en un bocado sin precedentes, ¡ni en la lejana Rusia trincan ahumados de semejante envergadura!
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