Memento Mori

Descortezar un jamón para hincarle el diente es un momento histórico en la vida de un hombre y no el aciago día de la primera comunión, la confirmación o el aburridísimo bautizo, ¡menuda condena, madre de dios!

Las cuentas elementales deberían cuadrarse por botellas de vino bebidas, quesos trincados o por patas ibéricas peladas y todos deberíamos hacer esos números que nos plantan frente al implacable paso del tiempo: no hay un minuto que perder.

¿Cuántas paletillas me zampé y qué vida me resta? No creo que viva mucho y aún suponiendo que alargue mi existencia hasta los sesenta y cinco tigretones, ¡mucho suponer!, no podré ni con treinta jamones, ¡dos al año!, ¡virgen santa! Esa es, y ni otra, la insoportable levedad del ser, queridos lectores.

Hagan sus cálculos con el conversor de cañas de lomo, frascos de bonito, latas de anchoílla en salazón, huevas de mújol o garrafas de brandy y se les arrugará la pelambrera. Ya están tardando, ¡arreen!

Así que alegren la existencia de su cubo de basura descortezando todos los jamones con chorreras que puedan, eliminando la grasa curtida por la oscuridad de la bodega para llegar con ansia viva hasta esa veta curada de músculo de cochino, ¡prodigio de la naturaleza!, ¡magnífico animal!, ¡minotauro de la dehesa española!

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