Noilly Prat

Las cocinas francesas me refinaron y pasé de ser un grano gordo de café torrefacto a elegante y estilizado grano tostado natural, con todos sus aceites esenciales intactos.

La finura en mi gremio se aprende comiendo, bebiendo y pelando la pava a pie de piano, que no es lo que aporreaba con soltura Thelonious Monk sino el fogón de toda la vida. En la “France de la patrie” aprende uno a sodomizar pollos grasos deslizando bajo su piel enormes rebanadas de trufa negra con las manazas o a picar toneladas de setas para “duxelle”, esa farsa cremosa ideada por algún tarado demediado de conducta obsesivo compulsiva capaz de reducir el mundo a la minúscula expresión de un puto dado de champiñón picado.

Allí sostuve por primera vez entre mis manos una botella de este vermú tan peculiar, capaz de ahogar las penas más horribles del borracho y transformar prodigiosamente el sabor a una sopa de pescado, al sofrito de un relleno o convertir un jugo de mejillón en acontecimiento

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