Pau Arenós es un fino cronista de las letras hispanas y ha escrito una sentida semblanza sobre la caza como oscuro objeto del deseo para los que echamos en falta la sangre y el lodazal de sus salsas, concluyendo su obituario de pelo y pluma con un descarnado final: “La comida profiláctica nos separa de la naturaleza. No se come casquería, no se comen ollas, no se come caza.
No se come nada de lo que nos hizo humanos”. En estos tiempos pasteurizados de leche de arroz en los que reina Marie Kondo, no hay lugar para pájaros o bestias ni para ese tabaco que levantó catedrales y modeló nuestro occidente civilizado, pues nunca jamás estuvimos tan lúcidos y tan felizmente intoxicados como bajo aquella niebla de humo de cigarro.
Hoy el lujo se proyecta para que comamos alpiste siendo vistos y pimplemos boberías obscenas sin intoxicarnos, pues asistimos a una encarnizada lucha sin cuartel que arrincona a los que zampamos con deleite y queremos encender nuestro tabaco. Pagamos un pastón por una habitación de “hotelazo” y en los restoranes de copetín nos largan a la calle, junto a los contenedores de reciclaje, plantados como papeleras en las anchísimas aceras con carril bici.
Queremos fumar sin molestar a nadie y necesitamos poquísimo espacio, bajo un toldo si aprieta Lorenzo o a resguardo, si hace un frío del carajo. Hasta los huevos estamos de sentirnos unos raros reclamando café negro, cenicero y copa, así que grábenselo a fuego los nuevos gurús y sus sabiondos escuadrones del disfrute hostelero: No podemos fumar nada de lo que nos hizo humanos y aborrecemos sus manuales de asepsia, higiene y corrección mental, ¡viva el humo!
Si queremos avanzar, deberíamos sin más tolerantes todos. Cada uno tiene sus pequeños vicios, también es cierto que deberíamos intentar molestar menos al que está al lado, la empatía brilla por su ausencia muchas veces.