La Tasquería

Cocina pringosa y cartilaginosa
Un joven cocinero de la vieja escuela empeñado en guisar cocina “gore”

Empiezo poniéndome estupendo y les diré que la verdad es concreta, ya lo dijo Bertolt Brecht, al que nunca imaginaría gritando en el fútbol o sentado y poniéndose hasta las cartolas de callos o de oreja de cerdo cocida, regada con aceite de oliva y mucho pimentón. Uno de los fines de esta colaboración escrita es la destilación de todas mis correrías callejeras, pues echando un vistazo atrás calculo a ojo de buen cubero que habremos alcanzado el millar de establecimientos reseñados, fiel reflejo de parte de las aventuras en las que estuve ocupado los últimos diez años, ¡manda huevos!

Muchos de esos locales sobreviven y a ellos vuelvo con demasiada frecuencia, para su desconsuelo pues soy un verdadero fatigas, y algunos otros se quedaron en el camino y bajaron la persiana, pues este negocio es un intrincado puré en el que si te descuidas, acabas lamentándolo profundamente. Cocinar es un asunto muy serio que desgasta corazón, páncreas y pulmón y los que siguen empeñados en levantar la persiana cada mañana asumen el riesgo de atender de la mejor forma posible a toda suerte de clientes que adoptan múltiples y variadas formas según su procedencia y condición: cocinillas, fetichistas, gourmets, glotones, curiosos, dandis, naturalistas, vegetas, obsesos, carnívoros, degenerados o maleducados, garbanzos todos del cocido que alimenta el puchero de la hostelería.

Gentes con las que pasas el rato o tienes en la mesa de al lado, locos de remate, locos por comer, por vivir o sin apetito y demasiado pendientes de ser vistos, locos por hablar y tocar los huevos o por disfrutar, ¡simplemente! Agarramos una carta y elegimos algo que deseamos comer para soltarnos de las garras del gris alimento diario o de esa ponzoña que en la cantina del currelo recalientan en el horno microondas. Los restoranes están llenos de chalados que desean escurrirse la mediocridad, alimentando sus ganas constantes de todo al mismo tiempo. Son comensales felices que no bostezan ni se lamentan de lo que pidieron, ni hablan de lugares comunes y se sueltan la corbata o se desabrochan la camisa para reventar como los fuegos artificiales de pueblo, que nadie desea perderse.

Con una trayectoria llena de desvelo, cañas y torreznos, Javier Estévez ha hecho de la casquería su bandera, devolviendo la nobleza a esa cocina gore que fue siempre el refugio de los profesionales más habilidosos, pues hay que atesorar mucho oficio para volver comestible y deliciosa una pata de cordero, un corazón de vaca o un cubo de sangre fresca de cerdo recién sacrificado, reconvertida en una deliciosa crema gracias al fuego, a la cebolla sofrita y a la infinita paciencia, una actitud que no abunda en cocina y que permitió al mismísimo dios sortear contratiempos y dificultades para conseguir que san Ignacio de Loyola abrazara la fe.

Javier es un chaval joven metido en el pellejo de un cocinero de la vieja escuela, empeñado en que el gozo en las mesas de su restorán siga siendo total, mediodía, tarde y noche, extendiendo la felicidad sin par gracias a todas esa especialidades gomosas, chiclosas y cartilaginosas convertidas en confite gracias a su habilidosa capacidad en el fogón: higadillos, sesadas, pulmones, médulas y demás marranadas convertidas en patés, croquetas, fiambres, bocadillos y pastelillos. Para mi consuelo, imagino que el bueno de Estévez se habrá arriesgado de chaval con los mismos experimentos comestibles que yo probé y pasé con nota altísima siendo niño, pues mordí jabones, chupé baterías para sentir el calambre en la punta de la lengua, mordisqueé caracoles vivos, comí tierra, bebí agua de mar, inhalé pegamento “Imedio”, mastiqué gomas de borrar, me zampé todas las cabezas de cordero de la comunión de mi hermana Elena y fumé con ansia viva aquellas lianas secas que colgaban de los árboles, que me provocaron unas melopeas del copón. Solo los que arriesgamos en todos y cada uno de los mordiscos sabemos de verdad lo que vale un peine y encontramos placer en esa víscera que palpitaba hace un segundo y toma ahora forma de lengua escarlata, asadurilla picante, oreja crujiente con ensalada, lardones y alubias, rabo de cerdo deshuesado y frito o seso rustido con mantequilla y alcaparras, anguila ahumada y crema de queso.

Hay ciertos platos que John Lanchester define como agresivos, rápidos y sangrientos que se cocinan con vísceras, en un tiempo en el que parece que todo debe de ser amable y luminoso, ¡y una mierda! Es cierto que la literatura te muestra el verdadero sentido de todo aquello que, a pesar de llevar una eternidad ante ti, no eres capaz de descubrir. En mi caso, la bonanza de lo sosainas ha sido siempre incuestionable y a lo sumo, el único rastro de crueldad posible en casa, fue siempre el maravilloso rito de sacrificio que aplicábamos a las criaturas vivas que terminaban irremediablemente estofadas en menestra, asadas o guisadas de alguna forma obtusa. Estévez, ¡sigue así!, sumerge tu mano en sangre y sigue guisando esos callos de ternera con pata y morro tan notables. Me gustas tú y me pone su Tasquería, aunque nos quieran fulminar por asesinos de animales y herejes.

La Tasquería
Duque de Sesto 48 – Madrid
Tel. 91 451 10 00
www.latasqueria.com

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Tasca modernita
¿CON QUIÉN? Con amigos
PRECIO Alto – MEDIO – Bajo

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