Alameda

Un restorán de tomo y lomo
Atesoran una clientela amaestrada que da buena cuenta de sus finos platillos

Siempre hay sur bajo el mismo sur y tuve que plantarme un día en Fez para comprender que para ellos hay norte sobre el mismo norte, y cuanto más suben, más insípida e insustancial les parece la comida. Aquí, bajo los aguaceros, pasamos los inviernos soñando con plantarnos allí abajo para disfrutar de lo moruno y ese toque exótico con el que magrean sus adobos, las pringás o los pucheros y resulta que a los de Marrakech, todo ese “camaflú” norteño, les sabe a comida de hospital para desdentados. Deseamos comer y beber lo que crece y se cuece más abajo, en una especie de carrera por etapas en la que unos y otros nos pasamos un testigo que lleva grabado a fuego seis letras … ¡Big Sur!

Los años arrugan y te convierten en una pasa malagueña que se levanta destemplada y mermas la capacidad de comer y beber como una bestia, así que no queda otra que lanzarse a la carretera en busca de clima cálido al abrigo de esas fronteras en las que se alumbran los fogones con más elementos que el agua, la sal, las ascuas ardientes, el ajo, el perejil y ese rumor del estofado al abrigo de claustros y sacristías, pues siempre ansías el perfume de las mil y una noches conquistado a golpe de cimitarra y fraguado en mortero con mucha almendra, miel, ajonjolí y especias misteriosas.

Esther es la magnífica guisandera de la casa de comidas que hoy nos entretiene y no duda en reconocerse privilegiada por sentirse en una encrucijada de caminos fundamental para su aprendizaje y para que nos detengamos los que vamos de paso al sur o a los huertos y viñedos que rodean un enclave tan extraordinario. Aquello es un verdadero país de cucaña en el que frutos y racimos gordos y rechonchos cuelgan de las ramas, y los abundantes animales de cría y aves de paso ganan en mantecas para que les echemos el guante, agradeciendo nuestra suerte de poder disfrutarlos.

 

Como en las grandes casas que nos vuelven tarumbas, el Alameda de Fuenmayor atesora una clientela amaestrada que corre a dar buena cuenta de los platillos inspirados en la finura de la cocina del norte, ¡menuda colección de salsas suaves, sabrosas y aterciopeladas de inspiración vasco francesa! Las han ido puliendo a su manera, servicio tras servicio, pues llevan suficientes años como para saber por dónde embiste el toro, tentado con esa muleta bien arrimada al pecho que manejan con proverbial y elegantísima soltura. Enclavados en ese punto en el que empieza a olfatearse la rica presencia almohade, ejercen apostolado empapados del entorno y libres de prejuicios y dictados de moda, echando el lazo a diestro y siniestro para llenar su cesta de la compra, acomodando sobre la vajilla una cocina ilustrada para librepensadores y refinados gourmets que son capaces de vestir chilaba y babuchas para su comodidad. Paladeas manos estofadas de “jalufo”, muerdes panceta ibérica sin remordimiento o te pasas por el forro las férreas tradiciones, el consenso gastronómico universal y todo lo que te envilece porque no te apetece un carajo comerte y terminas masticando tantas veces para darle gusto al iluminado de turno.

Aquí, caes rendido en brazos de la parrilla de Tomás y todo su bestiario enterrado en hielo o colgado de ganchos en las cámaras, merluzas, meros, lenguados, rodaballos, besugos, chuletillas de cabrito y cordero de leche o chuletas de vaca con su punto justo de maduración, sin podredumbres pagadas a precios de escándalo. Si quieren saber lo que significa ser parrillero, franqueen la puerta de la cocina y accedan a la jaula de cristal en la que el patrón arrea con besugueras, ascuas, chispazos y esa capacidad para ajustar las cocciones hasta rozar el milagro. En el fogón, la jefa y sus muchachas apuran croquetas fritas en aceite generoso de oliva, revuelven la ensaladilla rusa que sirven sobre una crujiente “palomita” salmantina, rectifican la sazón del pecaminoso salpicón de bogavante o apuran la crema con la que acompañan unos hongos confitados de campeonato, recién recolectados.

No faltan las verduras de invierno guisadas, carnosas y mantecosas, curativas y purificadoras porque ablandan los malos humores cerebrales acumulados después de tantas comidas fallidas en otros comedores con más rollo que película. No quiten ojo a las lechecillas empanadas y fritas con una crema de pimientos para zamparse a cucharadas, las pochas estofadas con almejas en salsa verde, juntas y sin revolver para administrar los sorbos a nuestro antojo, envilecidas con alegrías riojanas, guindillas repeladas y cebolletas tiernas. Metidos en faena, muéranse empachados por un desmedido cuchareo de garbanzos, patitas de cabrito estofadas a la riojana o los reputados callos con morros, que llegan a la mesa acompañados de patatas fritas a cuadros con muchos ajos y un cuenco de escarola. Los postres son de nota y cumplen su cometido incrementando aún más los remordimientos, y la bodega es endiablada y hace brillar los ojos a todos los vinateros clientes de la casa, que salen derrapando en las curvas y cantando “¡Astuuurias, paaatria queeeriiidaaa!”

Alameda
Plaza Félix Azpilicueta 1 – Fuenmayor
Tel. 941 450 044
www.restaurantealameda.com

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Campestre riojano
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia / Negocios
PRECIO Alto – MEDIO – Bajo

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