Ricardo “el gallego”

Ricardo Fernández es un casta de campeonato y profesor de cocina del CIFP Carlos Oroza, un centro de formación hostelero en el que yo me matricularía si fuera adolescente y quisiera ser guisandero.

En la época de los merovingios curré con él en la cocina de Lasarte de Martín Berasategui y fuimos vecinos de trinchera en diferentes partidas, pegando tiros mientras los hornos escupían fuego y nos caían galletas como panes desde todos los frentes, ¡más madera, es la guerra!

Cuando yo era chaval no quería ser cocinero ni Bartolo, aquel tonto que pedía monedas en el pórtico de la iglesia, y allá íbamos a la escuela de cocina del Alto de Miracruz como lerdos, con un macuto al hombro y la ilusión intacta por rebanar una merluza o deshuesar una bola entera de vaca, aunque termináramos todos los días pelando patatas y fregando cacharros.

Me acuerdo de todos y cada uno de mis profesores, los que emplearon su tiempo en enseñarme a sumar, multiplicar o dividir, hacer bizcochos, hojaldres o a sofreír cebollas en un puchero, ¡menudos putos amos!

En Ricardo están todos, porque es un cabronazo listo e insistente como el hambre, hiperactivo y con tantas ganas de que sus alumnos sepan lo que vale un peine, que les montó un huerto fabuloso en el que crece la madre del cordero, que no es otra cosa que la materia prima para cocinar con los pies en el suelo y sin gilipolleces.

No hay mejor terapia en la vida que levantar el culo del ordenador o del sofá y sudar la gota gorda, y ellos lo consiguen agachándose para saborear la recompensa del esfuerzo en el interior de un buen tomate, un espárrago o un mazo de hierbas aromáticas. Es así de simple, si quieres ser cocinero, toca empuñar cuchillo, hincar las rodillas en el suelo y que te dejen el trasero más ancho que el túnel del barrio del Antiguo, con todas sus barandillas, cableado, verdín y luminarias.

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