Ganbara

Templo del buen zampar
El Serengueti del pincho más reputado de la parte vieja donostiarra

Si no tienes ilusión por un viaje, quédate en casa. Si no deseas leer, no lo hagas, pues ni los ensayos del cuerdo Montaigne lograrán convencerte de la importancia de lo que sostienen tus manos, encuadernado en rústica y anchas solapas. Por la misma regla de tres, cuando no te apetezca conocer un restorán, por rebuscado, alejado o ser el preferido de tu cuñado, es mejor que huyas y listo, antes que enfrentarte a la desagradabilísima posibilidad de que te guste o de terminar hasta el gorro. Envejecemos y nos volvemos tontos, cómodos, raros o como quieran llamarlo y bien cierto es que no reviviremos jamás aquella ilusión con la que visitamos nuestro primer restorán, cuando algunos manteníamos intacta la ilusión por comer y la novedad nos conmovía las entrañas.

Hoy aliñamos la ensalada de tomates con sal de Añana, de la Camarga o rosa del mismísimo Himalaya y se nos olvidaron aquellos tiempos de Maricastaña en los que se comía a “Rodolfo langostino” por Navidad y abríamos latas de carne de cangrejo ruso forradas de papel, que deshuesábamos con la misma paciencia que el santo Job empleaba para superar grandes dificultades de todo tipo con humildad, paciencia ilimitada y fidelidad incondicional a dios. Ofrecíamos nuestras plegarias y rendíamos cuentas al frasco de mahonesa Musa que empleábamos para aliñar la “Chatka” antes de colocarla sobre triángulos tiernos de pan “Bimbo”, al que retirábamos la corteza seca para hacerlo aún más delicado. Si visitan la barra del Ganbara, ese templo del buen zampar de la parte vieja donostiarra que vuelve tarumba a grandes y pequeños, descubrirán un despliegue de pinchos a la antigua usanza que contienen aún los rudimentarios trucos que los convierte en adictivos, pues emplean en su confección bonito desmigado, lechuga en finas tiras, salsa rosa, corazas de empanado y gabardina, rebanadas de pan frito, volovanes o esas tartaletas y barcas de fino hojaldre que lo mismo sujetan bechameles que revueltos de setas y huevos, rellenos fríos o flanes salados que son un exceso de huevos, nata y picadillos, ¡madre mía!

Llevan muchos años alterando el norte de las brújulas de los aficionados al poteo finolis o también llamados “morroputas”, que no dan un paso en falso ante un pincho chungo y se ponen hasta el gaznate con las contadas golosinas que le dan reputada fama a las barras de lo viejo, convirtiendo en el “Serengueti” del tapeo esas exhibiciones de setas frescas que son el epicentro del color y del sabor de la calle San Jerónimo. Esas cascadas de minúsculos bocados trastornan a los clientes de tal forma que muchos olvidan la hora en la que viven y de que en el sótano del bar disponen de un coqueto y reducido comedor en el que pueden ponerse hasta las trancas de las especialidades que forjaron a golpe de sartén y puchero tanto Amaia como José Ignacio, que encontraron en Nagore y Amaiur el relevo de la tercera generación de una familia dedicada a la hostelería, que cultiva en sus ratos libros una desmedida pasión por comer, beber y disfrutar, visitando como clientes a todos los negocios vecinos del entorno y predicando con el ejemplo.

Sepan, por tanto, que si reservan mesa con suficiente antelación para no quedarse con las ganas, podrán gozar con una cocina sencilla y suculenta de proximidad, resuelta con mucha mano y productos de calidad sin concesión alguna a las medias tintas, es decir, nada de tatakis, ni trampantojos, ni salmonetes chamuscados con el soplete que mi cuñado Paco el veterinario emplea para quemar los pelos de los guarros en las labores de matanza. Podrán ponerse ciegos a ostras o cigalitas repeladas y fritas, no sin antes relamerse con una sabrosa y picantona croqueta de ají de gallina, lo más exótico que podrán echarse al macuto en toda la comida. Las anchoas las sirven rebozadas, fritas o abiertas y empapadas de aceite de oliva con ajos y guindillas; la merluza rebozada; la sopa de pescado sabrosa y contundente; la menestra de verdura selecciona el género que es un primor y las setas de temporada las sirven naturales, en revuelto o guarnecidas con yema de huevo.

Si Santi, el indiano solterón de la zarzuela de Jesús Guridi levantara la cabeza y se sentara en la mesa del Ganbara, pediría todos esos platos que están a su entera disposición y forjan la leyenda de nuestra cocina vasca más austera, integrando los capítulos más sugerentes de las grandes obras de José Castillo, Busca Isusi, Ana María Calera o Nicolasa Pradera: chipirones en su tinta y encebollados, kokotxas de merluza al pilpil, bacalao encebollado, merluza plancha o en salsa verde, angulas, percebes cocidos, bonito con tomate, rodaballos, rapes, besugos, lubinas, lenguados o muxarras a la brasa, magret de pato de la era “vasco-francesa” y chuleta de vaca con patatas fritas y pimientos. Para poner fin al festín, queso de oveja, naranjas al caramelo, pastel de queso, tarta de trufa, pudín de manzana, sorbetes, tejas, cigarrillos, café, copa, Faria y si hay partido en el Beotibar, corran con la tajada hasta el frontón, ¡ieup!

Ganbara
San Jerónimo 21 – Donostia
T. 943 422 575
www.ganbarajatetxea.com

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Tasca
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia
PRECIO ALTO – Medio – Bajo

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