O de cómo voltear la memoria culinaria con desparpajo.
Desbaratan recuerdos y los montan con pasmosa habilidad.
Entonces, o al menos eso creo, los vascos nos movíamos un poco menos con los vaivenes de la moda al uso, aunque lindar con Francia marcara carácter, eso sí, pues todos los que fuimos a Biarritz de compras pillamos la misma mantequilla con la que Marlon Brando se comió a María Schneider en París: nuestro “Tulipán” nunca hizo buenos bocadillos, no nos engañemos.
Después, adictos a lo que creímos último grito en Nueva York, Lyon, Cala Montjoi, Saint-Jean-Pied-de-Port o Barcelona, cambió el paisaje y adaptamos nuestro cerebro de corriente continua a corriente alterna, pasando por la moda del pincho de autor, que aprovechó el éxito del pastel de cabracho para modernizar las barras y llenarlas de finas creaciones de neopreno, transformando el tascucio en un local para tomar copas con fondo musical y muchas pantallas de tele.
Lo que aún no ha llegado a nuestra tierra, ¡qué curioso!, es la barra de sushi-bar acompañada de su arroz glutinoso, ¡qué rico!; sí llegó, en cambio, la novedad del agua embotellada; o la moda del Mediterráneo, que acaso nos hizo voltear los ojos hacia Benidorm y la calidad de la lluvia dorada, ese aceite de oliva chorreante que siempre tuvo aquí mismo apellido, Carbonell o Koipe; o el snack-bar, quizás la más cursi y volátil de todas; o la del restoran de “nueva cocina vasca”, que propuso nuevo manual de instrucciones, contraindicaciones y alocadas presentaciones, con distancia da la risa, pues la ves hoy reproducida y es realmente dramática, en sentido estético, ¡eh!, no me tiren piedras; o el bistrot, esa casa de comidas, espacio para la cocina regional y mestiza -¿qué es sino la tortilla de bacalao más que una fina omelette de caserío?-, equivalente a la fonda de siempre que en las ciudades se transforma en mamonada para guiris; o la fusión, extendida como un virus del Ebola con su seductora combinación de clasicismo e ingredientes misteriosos con nombres tontos-cachondos, “galanga”, “ficoide”, “mastic” y otras boberías exóticas que supuestamente estimulan la imaginación, aunque al final todo acabe siendo una forma más de nuestro hastío y reflejo de nuestro empacho.
Pero algunos vivieron hipnotizados por una corriente, una, que tristemente tiene muchos exponentes, el pincho malo-caro-bobo-hortera, frente a las buenas tapas galácticas, pequeñas formas de felicidad distanciada que ven la luz gracias al club de los chefs de la lucha del A fuego negro, que tutean a los grandes guerreros chilangos, “Tinieblas jr.”, “Solar”, “Blue Demon”, “La Briosa”, “Brazo de Oro”, “Bull Power”, “Huracán Ramírez”, “Cuchillo”, “Rayo Tapatío”, “Fray Tormenta” o “El Santo”, ejerciendo cocina poco oficinesca, llena de color, muy crítica; saben voltear la memoria culinaria, desbaratando los recuerdos y volviéndolos a montar con ingenuidad y habilidad, de manera divertida, sin complejos ni código postal, todo puede ser de allí, allá o acullá.
Sus platillos tienen extracto seco antiguo y vuelan como cohetes hacia el siguiente escalón de refinamiento sideral; otros pasan como una exhalación, ¡fiiiiiuuuuum!; otros son poperos y robóticos, están hechos con piezas de desguace, como los personajes desesperados de los cómics de RanXerox y Lubna; arranquen -y verán lo que es bueno- con aceituna gordal preñada de vermú; sigan con salmorejo rojo y un tigretón de mejillón; la sopa de camarón con papel de patata, rábano y cilantro cortocircuita la cebolla y calienta el morro para recibir al txangurro con aguacate-regaliz; mi abuelo fliparía con el chicharro-oveja-menta, el ros-bif con mostaza y pimiento asado o el rissotajo con hierbas y matices, que le recordarían a su añorada Salvador de Bahía, donde vivió hasta 1927; corto y voy cerrando con el bacalao con coliflor y curry-migas, la paloma, tiro, ¡pum!, el café de jamón & molleja-cookies y los postres: tomatito, queso, ibérico y orégano o el CD de cobertura digital chocolateada.
Amaia García es la sheriff del corral, Edorta Lamo es “DJ Putxero”, Iñigo Cojo es “DJ Pata” y en cocina se enfundan la máscara Edu, Fran “Rapero”, Aitor y Pepe; en sala está Maier y en la barra sirve los tragos el mismísimo Oscar, que en realidad es “Bender Doblador Rodríguez”, el robot fumador de cigarros de “Futurama”, fabricado en México, adicto al vicio y a las apuestas ilegales que bebe constantemente para mantenerse libre de óxido. Tira bien las cañas y hace mojitos. Jurado.
Vayan a la treinta y uno de agosto y compruébenlo ustedes mismos.
A fuego negro
C / 31 de Agosto
Donostia
Tel.: 650 135 373
www.afuegonegro.com
jan@afuegonegro.com
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Réplica en Madriz con Kulto al Plato.
Rico.