O de la crónica de un culo de mal asiento.
Tengo el culo gordo, inmenso, descomunal e infinito y reclamo mi derecho a disfrutar sentado como el resto de la humanidad que porta trasero más discreto. Las sillas me miran desconfiadas y atemorizadas, otras ríen, malditas, tiemblan o se apartan a mi paso, qué cabronas. Una vez partí una en mil pedazos en La Habana, bebiendo en un chiringo, mientras Ramón y el grupo de soneros que allí tocaba se morían de la risa. Desde entonces me acerco a las sillas guarras de terraza con enorme cortesía y disimulo, apoyo mis posaderas en el borde hasta que obtengo certificado ISO de que aquello no se descoyunta y pido mi cerveza, mientras me deslizo muy despacio hacia la estrechura del reposa brazos, maldito invento. Hay sillas de tortura metálicas, enteras de plástico -las más perversas, te confías demasiado-, de peligrosa lona y las imposibles, aquellas plegables de director de cine vegetariano a las que ni por asomo me acerco, da miedo verlas. El otro día destrocé otra en La Rabia -Cantabria-, una más para mi colección particular. Eso sí, la práctica me mantuvo en pie mientras la silla hacía el “espagat” y el amigo Miguel ponía cara de despistado. Dios bendiga el robusto banco corrido y a su prima hermana la banqueta de madera.
Crédito fotográfico by Malabarista lunar
Igual te interese la última película de Daniel Sánchez-Arévalo.. No la he visto, pero quizá hable de eses pequeñas putaditas cotidianas que esos gramilios de más pueden sufrir los aludidos en el título de esa peli.
saludos!
Jejeje, nunca lo había pensado así.
Lo mejor son esas sillas frías de diseño sueco que valen una pasta y encima son de plástico…
Cómo te entiendo, Jorge. Yo tengo alguna que otra muesca en la cacha de mi revólver.
Nos vemos
JUUUUAAAAAAAA!!! Muy bueno…
Me siento plenamente identificado con tu comentario. MI dedo anular sufre la consecuencia de una maldita silla de tijera. Soy de los que las estudian a conciencia antes de usarlas y si puedo eligo el banco.