Crónica breve de una lasaña

O de hacer una lasaña y morir en el intento.

Empecé el sábado guisando la carne como sólo lo puede hacer un anormal: horas y horas de fuego lento para convertir en fina mermelada un par de kilos de cadera de ternera, carrillera de vaca, media gallina, medio pato, una morcilla de cebolla y una longaniza fresca del colega Joselito. Junto a puerros, cebolleta y tocineta fresca aquelló se estofó unas tres horas con vino blanco y un átomo de pimentón, en una cazuela negra LeCreuset que empleo en ocasiones memorables (imagino que Lord Schmidt hará igual que yo: se pondrá sus botos de Holland&Holland en contadas ocasiones, el resto del año se calzará comme d’habitude).

El día del festín, por la mañana, estuve en la cocina hasta las cuatro de la tarde: cocí una bechamel que se durmió al fuego, de las vueltas que dio; Salteé rúcula, guisé un sofrito de tomate digno de papas y deshojé albahaca fresca que dispuse cruda, entre capas de tan fantásticos ingredientes. Deshice Mozzarella fresca con las manos y espolvoreé Parmiggiano Reggiano recién rayado: casi me muero del curro. Ahora entiendo que en esas películas de mafiosos, donVito y compañía se pongan de muy mal gas cuando les interrumpen en la mesa a golpe de escopeta: si es lasaña lo que comen es de mal nacido importunar, metralleta en ristre, tantas y tantas horas de trabajo en los fogones. No hago lasagna en diez años, cagoenlaputa qué currelo.

Crédito fotográfico by EverJean