El fondo de la sopa

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O de comerse un cuenco de buena sopa y parecer un auténtico tarado.

Ayer terminé el último cuenco de sopa de pescado que tenía en la nevera. Me encanta ser el último en sorber un bol bien lleno y tropezar con todos los huesecillos y espinas que se esconden en el fondo. Son de todas las formas y colores, parecen tibias, costillas, omóplatos, vértebras, muelas del juicio y rótulas, pero de tamaño microscópico y origen abisal. Oceánico. Debo ser un torturado, pues voy haciendo un montoncito sobre la mesa con todos esos restos que chupo, rechupo y rescato de mi boca y amontono sobre el mantel, ante los ojos de espanto de mi chica (debe pensar que vive con una especie de psicópata en tratamiento, pobrecita mía). Bueno, el caso es que si pudiera, haría un collar con todas esas piezas de ortodoncia marina y me lo colgaría al cuello, como una especie de Robinson Crusoe recién desembarcado en un islote. Pero no, acabaron todos en la basura y esta mañana recién me desayuné con un descafeinado, dos ciruelas y aquí estoy, en el trabajo aporreando con más fuerza que maña este teclado y viendo que, al menos por mi ventana entran deliciosos rayos de sol. Aprovecha el tiempo que esto se acaba.

Crédito fotográfico by Jon Jacobsen