Ugo Chan

Un Viridiana del siglo veintidós

Si van a comer a esta casa madrileña, anúdense la servilleta y pónganse un chaleco antibalas, porque el patrón está como una regadera “agujereá” y si pudiera los metería en una batidora y haría picadillo con sus vísceras y las emplearía como farsa en una empanadilla moderna de esas que los Braulios llaman “gyoza”. Ya tiene bemoles que en el país de la empanadilla de Móstoles de Martes y Trece, criados como fuimos con variopintos rellenos encerrados en el interior de obleas de “La Cocinera”, nos entretengamos con toda esa verbena insustancial de saquitos plegados de pasta cocinados al vapor o plancheados hasta que afloran los jugos y se forma esa peineta cristalina que está buena, pero empieza ya a ser cansino, ¡agárrame del pepino! Hugomari, esto no va contigo porque tus empanadillas japonesísimas de callos madrileña con garbanzos fritos son un flipe, pero haznos el favor de liderar una revolución para que se pongan de moda las empanadillas fritas finas y rechulas con sus ampollas grasas, preñadas de farsas estofadas, jugosas y pringosas. A los argentinos nadie les dio vela en este entierro, porque sus empanadas no son empanadillas, son macutos gruesos de masa rellenos de cemento, con ese repulgue que necesita de martillo hidráulico para poder hincarle el diente. Haciendo amigos.

Al colega Hugo su abuelo lo bautizó “Huguito Chan”, que es una forma de diminutivo cariñoso porque el buen hombre era más listo que la soldadesca de Flandes. Amaba Japón con toda su alma porque estableció a lo largo de su vida relaciones personales y comerciales con ellos, contagiando a su nieto la pasión por un país tan hermoso y contradictorio, lleno de ritos y paradojas. Porque raros, lo son un rato largo y aunque sean de otro planeta, también tienen hemorroides como los de Almendralejo, aunque estos últimos se compliquen menos la vida. Figúrense como terminó el pobrecito Yukio Mishima, ensartado como un pincho de lechazo vallisoletano, ¡madre mía! El chef es un torpedo, una especie de exceso con patas sin filtro que te atrapa como una mantis religiosa. Tomen precauciones porque su pasión es desbordante, y si te engancha y te da un garbeo por su instalación, se les caerán los pelos del sombrajo. Es buen chaval y rabia de contento cuando te presenta a su equipo y los fuegos en los que perpetran sus locuras. Allí guisan como en el antiguo convento de Alcántara. Sí, tienen mesa de despiece para montar piezas de arroz y todas esas movidas, pero son repúblicas dependientes de lo que cuelan del puchero y rascan en el fondo de las rustideras.

Asan huesos, emparrillan todo tipo de carcasas, aves, espinazos o lo que sea menester para obtener caldos que convierten en jugos o aderezos para pringar todas las genialidades que montan en cocina o ensamblan en un par de barras, a la vista de algunos clientes entusiastas que reservan “palco” para ver la cara de trueno al propietario y a todos sus compinches, armados de puntillas y cuchillos hasta los dientes. Disfruten, papeen a mandíbula batiente y observen. Al fondo un tipo gordo come solo y mira flipado a una pareja que se mete mano con descaro, mientras el sumiller italiano vestido como una caja de panettone con su lazo, sugiere botellas guapísimas de su carta. Nada es impostado, todo es auténtico y fluye como en los tascos de siempre. Algunos pocos se dejan llevar por el paripé, pero la mayoría ríe, mastica, conversa y disfruta de las desbordantes especialidades. Les ofrecerán un trago largo o un cóctel en la barra, ya sentados, tómenselo con tiento e infinita paciencia, no se precipiten y gocen de lo que les rodea, que es luz, vida y alegría. Echen un vistazo a la carta y no se cieguen por los cantos de sirenas de lo “japoneto”, porque aunque practiquen una original reinterpretación del “nigirismo” y del “sashimismo” ilustrado a caballo del arroz, la soja y el palillo, ofrecen especialidades de gran tonelaje como su ensaladilla rusa, el bocata de salmonete, las gloriosas lentejas con torcaz acompañadas de su escabeche o ese tributo a Robuchon en forma de picadillo crudo de atún con gelée de anguila ahumada, espuma de coliflor y caviar. Lo petan con su carbonara de trufa blanca del Piamonte y el Wellington de caza, para ponerles un piso a ellos solitos en Ortega y Gasset.

A estas alturas de la farra ya están atrapados, medio mangas, así que zambúllanse en “apnea” a lomos del sangüis de oricios y caviar, las ostras rizada con ponzu y chile, el “ikizukuri” de pescado del día con bilbaína “fría”, el “sunomono” de mejillón gallego y lengua de vaca ahumada o ese tártaro de atún rojo con huevo frito, que homenajea al gran Ricardo Sanz, aunque el ambiente apesta a Abraham García que se las pela, porque Ugo Chan es un Viridiana del siglo veintidós, ¡larga vida al manchego de Robledillo! Hay que tener arte y oficio para que bailen a lo “agarrao” el arroz glutinoso y el canuto de alga nori con la grasa del cerdo, el tomate de colgar refregao, la kokotxa de merluza en tempura con su pil-pil, las migas de “pastor japonés”, ¡viva Pancorbo!, la sardina y la alboronía malagueña, el “foie gras y la anguila ahumada” en sentido homenaje a “garrote” Berasategui o las mollejas de cordero al carbón. Disfruten, que nos quedan dos telediarios.

Ugo Chan
Felix Boix 6 – Madrid
T. 91 350 65 78
ugochan.com
@ugo.chan

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