El sueño hecho realidad de Kateryna y Fernando
Una de las veces que fui al Aubrac francés a comer a Michel Bras, casi aparezco en los Dolomitas, ¡menuda odisea!, pues en mis tiempos de juventud, con apetito voraz y a lomos de la furgoneta de mi amigo Adolfo, hacíamos viajes de ida y vuelta hasta el quinto coño en el mismo día que repetíamos algunas ocasiones más, ilusionadísimos por anudarnos la servilleta al cuello en las casas de algunos de los grandes chefs del momento. Nos perdíamos siempre, nunca teníamos muchas ganas de volver a casa. El hambre se apaga y a uno le conmueven ya pocas cosas en los grandes templos del papeo. El otro día, intentando llegar a este restorán que hoy les recomiendo, recordé aquellos tiempos de tragaldabas mientras buscaba la casa de Kateryna y Fernando, un par de locos que viven su sueño en un recóndito paisaje a tomar por saco. Se te ponen los pelos como escarpias cuando aterrizas en este barrio perdido de la localidad vizcaína de Amorebieta, después de vagar perdido un buen rato entre hayedos, caminos de cabras, caseríos abandonados y desvíos que conducen a ermitas, explotaciones ganaderas o caminos de tierra que vuelven locos a los “korrikalaris” chalados y a esa nueva secta de ciclistas enjutos que salen de madrugada y llegan a mediodía rebozados de barro, sin ganas de comer, por culpa de las barritas energéticas, alpiste para deportistas a precio de Dom Pérignon.
Reserven mesa y no aparezcan sin avisar porque corren el riesgo de quedarse sin comer. La sala es chica, las vistas imponentes y lo espacios están organizados alrededor de una pequeña cocina, una piscina interior y algunas habitaciones, porque La Revelia es casa de comidas pero esconde un puñado de habitaciones. Una de sus fachadas se abre al bosque y es restorán, expuesto a una preciosa terraza. Menudo lujo desayunar, comer o cenar allá apalancados. El lado opuesto es el hotel Azkarraga y todo está levantado sobre la huella arquitectónica de un viejo caserío que prestó sus muros para que los nuevos propietarios levantaran una mole de madera, cemento y cristal con aspecto de granja húngara o casa de pescador de fiordo o de fondo del lienzo American Gothic, del pintor estadounidense Grant Wood. Menudas pajas mentales me hago, pobres mis lectores, todos ustedes. Gracias por su paciencia.
Kateryna es una tipa de rompe y rasga y la encargada de los números que aterriza las ideas locas y peregrinas de su pareja Fernando, que se desvive de un lado para otro colando caldos, recibiendo a clientes que llegan con sus maletas, atendiendo a los proveedores, guisando la comida del personal o sirviendo sus platillos por las mesas, pues echa una mano en sala si hace falta. Allí no se le caen los anillos a nadie. El equipo es joven y entusiasta. Ese objetivo vital de conciliar el trabajo con la vida familiar es el día a día de esta pareja que curró muy duro y dio más vueltas que el tiovivo de Alderdi-Eder para ver su sueño convertido en realidad. Se pusieron manos a la obra y gobernaron desde el primer momento todos los procesos para levantar ladrillo a ladrillo aquella preciosidad. Trabajaron duro y no tuvieron reparo en hincar rodilla en tierra para fraguar cemento, extender baldosas, alicatar, levantar muros, campanas extractoras y todo lo necesario para aliviar gastos en plena pandemia e inaugurar, rematando de paso la casa en la que viven allí mismo con sus tres churumbeles.
Ejercen de terratenientes de sus dominios, orgullosos de establecerse allá como los colonos de las conquistas del viejo oeste. Se pelean el jornal pero gozando todos los momentos del día, y se siente, porque les brilla el ojo y el entusiasmo les sale gota a gota por los poros del pellejo. Atienden con ilusión, cocinando con sentido común y modernidad y desde su puesto de trabajo disfrutan lo que el estresado urbanita ni olfatea: setas, verduras creciendo o tórtolas, palomas y becadas levantando el vuelo ante sus imponentes ventanales. La carta es corta y ofrecen un menú degustación para los más entusiastas, que arranca con una tartaleta de quisquillas crudas muy molona, filigrana tipo flor de sartén con una espuma yodada que estará hecha con sus cabezas o con erizos o con el kojón prieto de algún guajalote, vayan ustedes a saber. Te la papeas de tres bocados y a cascarla a Parla, sabrán que la cocina de altos vuelos nos entretiene con aperitivos muy deslumbrantes que olvidas rápidamente. No es el caso.
Aquí todo está rico, francamente bueno. Y siempre me pregunto porqué no bebemos de las fuentes más cercanas del conocimiento, si pertenecemos a la civilización del gazpacho, el tazón de caldo, las olivas, el chorizo cocido de puchero y el embutido colgandero. Ya lo cantaba el bueno de Labordeta, “de algunos rojos de antaño, ¿qué queda hoy?, uno está de modisto, el otro es diseñador, y el rojo más pequeño está de restaurador, jodiendo la cocina de su abuelo el labrador”. La Revelia ofrece una crema estirada de alubias con berza y bombón de morcilla, anchoílla en salazón, croquetas y un carpaccio de papada. Si tenemos papada ibérica de nuestras dehesas, ¿para qué carajo necesitamos Guanciale? Sirven arroz con huevo y panceta ibérica, ¡viva el cochino ibérico!, merluza en tempura y salsa verde o unas mollejas de ternera lacadas de campeonato. Asan solomillo de vaca o de corzo con su guarnición y para los más cainitas tienen chuleta asada con sus guarniciones tradicionales. Rematen con un postre ácido y digestivo de maracuyá y unas cuñas de queso bueno para rematar el pan y la botella de vino. Disfruten, que nos quedan dos telediarios.
La Revelia
C 29 – Amorebieta
T. 946 672 112
https://larevelia.com
COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Campestre nórdico
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia / Negocios
PRECIO ****/*****