Portuetxe

Cocina vasca tradicional desde 1982

A veces desentierran una nao vikinga en mitad de una autopista o un técnico de la Telefónica mete la pala bajo el empedrado de un callejón de la sevillana plaza de la Alfalfa y florecen baños árabes con todo lujo de detalles, vestíbulos azulejados y salas frías y calientes. Hace unos pocos años aparecieron cinco imponentes tinajas de barro del siglo dieciséis en la parte vieja donostiarra que contuvieron grasa de ballena, aceite de oliva o vayan ustedes a saber que cargarían en la panza de aquellas preciosidades. Por aquel tiempo, el Portuetxe que hoy nos ocupa fue casa jefatura del puerto de San Sebastián, así que ante su fachada pasaría toda la mercadería que se almacenaba posteriormente en la parte vieja, para distribuirse por toda la provincia. Manda huevos, ¡qué tiempos, Arsuaga!

Este caserío con solera, amplios comedores y una gran parrilla exterior es una especie de ballena varada en un barrio residencial lleno de concesionarios y oficinas, encajonado entre garajes, gimnasios, talleres y rampas de acceso a muelles de carga. No es difícil imaginarlo siglos atrás, a la vera del río y rodeado de humedales, habitado por gentes importantes dedicadas a la administración de bienes y muy próximo a huertos y otros caseríos que dibujaban un entorno rural en el que no sería nada fácil ganarse el pan de cada día. Imagínenlo cada vez que se planten frente a su castigada fachada, quejumbrosa y llena de cicatrices provocadas por las frecuentes inundaciones, incendios y otros achaques que ha sufrido la pobrecita.

La estampa habitual es aterrizar allá a toda pastilla en tu automóvil y bajar una pequeña cuesta rodeada de vegetación y un vasto cañaveral que abriga una mesa y la enfrenta a una terraza y una parrilla cubierta en la que arden brasas, rojas como tizones. Siempre hay alguien ocupado en avivarlas o apartándolas para pillarle el punto justo de asado a las golosinas recostadas sobre los hierros. La primera expresión del novato que jamás estuvo antes allá es la de asombro, ¡haibadios!, pues todo pichichi se pregunta qué demonios hace allí metido un caserío tan viejo y hermoso. Acto seguido todo cristo se acerca a ver el espectáculo del fuego, porque hipnotiza ver cómo de las chuletas surgen pequeñas gotas de plasma que provocan llamaradas que perfuman la carne unida al hueso, achicharrada. Los hombres y las mujeres con apetito y sed pierden la cabeza por enfrentarse a un hueso de chuleta bien torrado. Recuerden que los pedazos más extraordinarios son los extremos que acumulan mayor infiltración y atesoran unas increíbles y sabrosísimas bolsas de grasa. La chicha limpia central, esos tres o cuatro filetes gruesos y magros por los que todo dios pierde la pelota, son reclamo para novatos, turistas cursis o desdentados. Siempre lomo alto, mucho mejor que bajo, no lo olviden jamás.

Pero no solo de carnaca vive el hombre porque sobre las mismas brasas y junto a descomunales chuletas siempre destaca la inmejorable compañía de los pescados del Cantábrico asados enteros y encerrados en besugueras de finos barrotes, que llaman soberanamente la atención del extranjero. Muchas culturas cocinan al amor de la lumbre pero son pocas las que encierran rodaballos, virreyes, cogotes de merluza o gigantescos rapes entre rejas, metidos en esos aparatos de tortura que parecen paridos por la Santa Inquisición. Antes de posarlos sobre los hierros calientes se tajan a lo largo con un cuchillo afilado para que una vez cocinados, después de empaparse una y mil veces con ajilimójilis, se puedan desmembrar con facilidad para retirarles la espina central y así recibir el refrito purificador de aceite de oliva, guindilla seca, ajos laminados y vinagre de sidra. El jugo del pescado y el calor del refrito graso emulsionan el fondo de la bandeja y convierten cualquier pescado en un festival de la jamada. No tienen más que fijarse en las caras de alucine de sus vecinos de mesa. Todos reciben boquiabiertos a las camareras, gesticulan o advierten a su compañero de mesa de la llegada de una bandeja con un soberano codazo en el costado, ¡flipa!, ¡haz hueco! Así viene siendo desde que entré por primera vez en Portuetxe, hace unos mil doscientos años. En sus comedores hemos celebrado la vida, llorado e incluso alguna vez hasta nos enamoramos perdidamente. Mantienen la cocina abierta todos los días y la brasa nunca muere. No se pongan morados con los entrantes o el picoteo y dejen hueco para esos asados de importancia capital, porque cortan lomo y jamón ibérico, aliñan ensaladas, estiran lomos de anchoílla en bandejas con su aceite, abren ostras naturales o guisan sopa de pescado. No se me despisten. Disfruten, que nos quedan dos telediarios.

 

Portuetxe
Igara bidea 71 – San Sebastián
T. 943 215 018 – 943 219 604
www.asadorportuetxe.com

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Asador
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia
PRECIO *****/*****

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