Café de Paris

Le Nouveau Classique de Jordi Cunill

Todos nos acordamos del Café de Paris del chef Laporte y de aquellos años de glamour, casino y parranda en los que las fuentes públicas derramaban champán y vino tinto a borbotón. Me juego un pie con su juanete a que el nombre de este restorán es el más replicado en cualquier ciudad del planeta, pues no hay barrio de Ginza, boulevard centroeuropeo o playa en las Maldivas que no exhiba esta acepción, sinónimo de camareros con levita o pajarita y delantal largo blanco inmaculado portando bandejas de grandísimo calibre repletas de todas esas especialidades que nos hacen babear como perros: ensaladas verdes aliñadas con crema y mostaza, patés con pepinillos, filetes tártaros, pescados simples y suculentos, carnes con salsas de nata y mantequilla y esos boles de patatas fritas, puré o verdura que son el mejor desengrasante para dar la bienvenida a un postre sin gilipolleces, profitetoles con chocolate, babá al ron con chantillí, Saint-Honoré, crème brûlée o islas flotantes con natilla y caramelo.

Ubicado en un barrio pijo de esa ciudad condal que reclama a voz en grito que la alcaldesa Colau se vaya de una santa vez a su casa, está el Café de Paris barcelonés que en un primer vistazo es un calco maravilloso de esos bistrós de manual abigarrados y apelmazados, en los que las mesas se montan unas con otras como las piezas de un Tetris y en el que la gente papea a dos carrillos comida bien cocinada y servida sin aparatosidad y eficacia, sin aspavientos, reverencias ni complicación. Hay pandillas de mujeres maduras que beben como soldados chechenos, ejecutivitos de maletín y corbata que aterrizan con el diario “Expansión” bajo el brazo y se acomodan en cualquier taburete para calzarse un plato único con su café. También hay gruesos comilones y pandillas bulliciosas, gentes de las oficinas vecinas y peña hambrienta que acude al seductor canto de sirenas de un pequeño fogón que reparte sus platillos a diestro y siniestro, a la velocidad del rayo.

Si quieren vivir una regresión al pasado de aquella hostelería barcelonesa de los años setenta y ochenta, verán en las mesas a los señores Perucho o a Néstor Luján. Pero también a los mismísimos hermanos Domingo repartiéndose las monedas de sus últimas escabechinas escritas, pluma en ristre, ¡menuda panda de filibusteros y piratas del caribe! Porque bandidos los hubo en todas los tiempos de esta tontísima y reciente historia de la gastronomía contemporánea y aquellos ladronzuelos tuvieron incluso el mérito de convertirnos en gentucilla de mala muerte a los que aporreamos hoy los teclados y servimos nuestras crónicas calentitas a las rotativas de los periódicos para manchar este papel que envolverá el bocata que llevaremos al fútbol mañana.

Poseen un comedorcito reservado en el que puedes tramar el asalto al tren de Glasgow sin ser visto y brindar con escándalo como en aquellos felices días del Agut d’Avignon, Eldorado Petit, el Botafumeiro con un Moncho sin canas o el despilfarro urbanístico de una España aún en pañales en la que estaba casi todo por desvalijar. Jordi Cunill se las sabe todas y consigue mantener a su clientela amaestrada a fuerza de mimo, haciéndoles hueco consiguiendo mesas imposibles y calmando la sed y el apetito con buena mano y cubitera repleta de coscorros gordos de hielo. Entrar y salir del local es una maravillosa odisea porque rozas los respaldos de las sillas y los lomos y nucas de una concurrencia que goza como si le fuera la vida en ello, pues al fin y al cabo todos sabemos que vamos a palmar algún día. Cerraron durante la maldita pandemia y a la vuelta de toda aquella pesadilla, el antiguo equipo se hizo cargo del garito, continuando con la leyenda de este restorán de barrio, pequeño pero matón, que lleva la friolera de cincuenta años alegrándole la vida a sus clientes con fuentes de ostras naturales, sobrasadas a la brasa, ensaladas de puerros, foie gras “au torchon”, alcachofas confitadas, huevos fritos con patatas soufflé, canelones de pollo, garbanzos “Luis”, solomillos “Rossini”, tártaros de carne, Chateaubriands, Wellingtons, mollejas a la brasa, crêpes “Suzette”, mousse de chocolate y demás lindezas. Comamos, bebamos e intentemos que en nuestro epitafio ponga “pasó a muchísima peor vida”, ¡y que nos quiten lo “bailao”! La familia no recibe y la conducción del cadáver incinerado y metido en una champanera, se efectuará en la estricta intimidad. Amén. Podéis ir en paz, demos gracias al Valbuena quinto año. Disuélvanse.

Café de Paris
Mestre Nicolau 16 – Barcelona
T. 932 00 19 14
CafedeParisBarcelona.com
@cafedeparis_barcelona

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Urbano con pomporé
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / Negocios
PRECIO ****/*****

Deja un comentario