La Tomasa

Una casa de comidas de muchísima solera

Bajo y subo tantas veces a Madrid que esta casa burgalesa se ha convertido en una parada obligada para almorzar, comer, merendar o cenar, pues a cualquier hora del día ofrecen parada y fonda a los que damos vueltas como muleros, vendiendo nuestras ristras de ajos. Vale muchísimo el desvío, pues todo el mundo sabe que el rimbombante Landa o el Alfoz de Burgos pillan más a mano y para llegar a casa de Ana Rosa y Julito hay que dedicarle diez minutillos más, pero bien merecidos están. Los clientes locales y vecinos se estarán cagando en mis muelas por recomendarles una vez más la visita a este templo del guisoteo, porque nada hay más lastimoso que tener que compartir tu casa con desconocidos pijos, pelmazos y forasteros.

Este tonto mundo de la gastronomía no es solo ese brilli-brilli pomporé de platos remilgados, experiencias místicas y cocineritos dándonos la murga o salvando a la orca Willy de morir empanada, en vez de servida en fino tataki con algas enmohecidas del Peloponeso. Es también toda esa red de tascas, bares y restoranes de carretera invisibles para las revistas de moda y críticos emperifollados, escondidas en los cascos de los pueblos, que llevan toda una vida alegrando la existencia a los que surcan ruta a bordo de un camión, furgón o utilitario, qué más da. Barras limpias y atendidas con rigor, televisor a toda mecha y máquina tragaperras canturreando que guardan comedores con menús y cartas más selectas para las fiestas de guardar en las que encuentras comida suculentísima, guisotes y pedazos de carne o pescado a la plancha con ensalada y patatas fritas, flan, natillas, tarta al Whisky y helado mantecado con su chorrazo de jotabé.

El caso de la Tomasa es extraordinario por la intensidad y gloria con la que rascan el culo de sus cazuelas sobre el fuego, arrimadas a tropel desde buena mañana con esa sabiduría que atesoran las guisanderas legendarias. Es el caso de Ana Rosa, paciente, silenciosa, modesta, casta y curranta hasta el desaliento, pues ofrece todo un desfile de virguerías que despacha y ordena pacientemente alrededor de sus fuegos y encimeras. Es suficiente asomar un segundo el morro por la puerta y curiosearle de un vistazo la cocina para saber que lo suyo son palabras mayores. Los pollos aguardan colgados para ser troceados, mientras patas de ternera, morros, callos, manitas de cordero o manos de cerdo se blanquean en inmensos pucheros para arrancar la cocción seria con verduras, aromáticos o huesos de jamón. Las ollas a presión rematan el paisaje alegrando el oído, el olfato y el ambiente con el ensordecedor silbido de pitorros escupiendo vapor, chorreando regueros de jugo y grasa por las tapas.

Como en los grandes locales de las capitales europeas, Julito sugiere con gran elegancia, pico de oro y mano izquierda que ocupes cualquiera de los diferentes espacios disponibles en función de la experiencia que quieras vivir. Si llevas prisa tienes una barra estereofónica para calzarte unos huevos fritos con picadillo de chorizo y dos birras o un comedor principal con su arcón congelador y sus biombos para estar bien apalancado. En el pequeño reservado estilo “Nikki Nipon Beach” podrán vivir una inolvidable experiencia “kaiseki”, pues todo festín que se precie en este establecimiento arranca con el telúrico “nigiri” de morcilla tostada con su pedazo de pellejo. El bocado es un prodigio de cocina “zen” y todo un alarde de minimalismo, pues su desnudez sobre el plato dejaría perplejo al mismísimo Jiro Ono, que se caería del taburete y perdería el conocimiento. En occidente no conocemos mejor morcilla de arroz que la de esta casa y podrías comerte cuarenta y cinco pedazos de ese prodigio jugoso, delicado y torrado. El resto del banquete se articula entorno a los entresijos, los menudos, la casquería, el corpulento pollo de raza, la caza, las salsas con ligero cerco de grasa y la cocción prolongada y pausada. La sopa de pollo se sale en las curvas, turbia y reconfortante, podría servirse tranquilamente en las mismísimas bodas del pobre Camacho. Los callos centellean en la boca y se deshacen dejando ese rastro vil, pegajoso y gelatinoso. Las manitas de cordero llevan hueso y también su punto de guindilla que invita a beber vino o pedir birras. Hay pichones guisados, liebre con sabor a canela, fango y podredumbre que entrega a la salsa su sangre para redimir las penas del campo y el inevitable pollo guisado en salsa con sus patas gelatinosas o arrascaderas, que deben rechupetearse con verdadero frenesí. Váyanse a casa dando palmas a la cocinera y disfruten porque nos quedan dos telediarios.

La Tomasa
Calle Estación s/n – Villalbilla de Burgos
T. 947 291 265
www.mesontomasa.com
@julitomasa

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