Uno no puede morirse sin dejar escrito un libro, sin plantar un árbol o sin que su careto luzca en la etiqueta de una botella de vino, así que acá va la prueba material de que puedo palmar tranquilamente.
Queda muy patético y de futbolista nuevo rico de la “Champions” sacar la botellita y plantarla en mitad de una mesa en plan fantasma, así que aproveché la pasada navidad y a la entusiasta familia Matesanz, para descorcharla poniendo cara de rapero facineroso de Miami Beach.
Estaba pelotuda, nos fotografiamos con el casco vacío en plan tontolabas y nos lo chupamos con un cabrito asado rodeado de abundantes patatas fritas de sartén para despedir un putapénico 2020.
Ya si eso el color pajizo y el carácter glicérico y la tipicidad del suelo y demás datos técnicos sobre retrogustos y matices nasales, los investigan en internet o en algún portal de sabiondillos del vino llenos de pitilinadas, puntuaciones y sesudas consideraciones. De nada.