No me mola un carajo esta cruzada que vivimos contra el azúcar y soy un fanático de las vitrinas pasteleras de toda la vida, llenas de tocinos, borrachos, rascacielos, ochos de hojaldre y rellenos de Bergara.
Aunque por aquí me quieran matar, los obradores tradicionales y despachos de pasteles han sucumbido a estos tiempos modernos de las pelotas y el oficio se resintió, pues cada vez es más difícil tropezar con profesionales del sector que afinen sus preparaciones y ajusten las elaboraciones, empleando ingredientes de primera división.
Los franceses nos llevan siglos de ventaja y nos ganan por goleada en asuntos confiteros y para comprobarlo, no tienen más que cruzar la frontera a pie por el puente irunés de Santiago y detenerse en la primera pastelería a mano izquierda, la de Philippe Roy, que planta antes sus clientes clásicos renovados y creaciones propias de categoría, finas, elaboradas con oficio y materias primas irreprochables.
Toca bien el pan, remata con la bollería y la bizcochería y es capaz de dejarte patitieso con una simple tarta de limón, un Saint Honoré, el relámpago de pistacho o cualquiera de sus especialidades chocolateras. Los gabachos son unos putos cabronazos, pero hay que quererlos.
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