Solana | David de Jorge

Frituras y guisos bailan claqué con platillos modernos y depurados

A mediados de septiembre se monta la de dios es cristo desde tiempo inmemorial y todo pichichi sube a ver a la Virgen de la Bien Aparecida, patrona de la diócesis de Santander y de Cantabria. Hace un porrón de años la encontraron cerca de Hoz de Marrón, en el municipio de Ampuero, y allá frente a la casa de Nacho Solana veneran a la imagen y a las croquetas de jamón ibérico que sirven en el bar, únicas en su género por mantener la hechura de la receta tradicional, sin panko ni mandangas, ofreciendo un sabor y cremosidad fuera de norma.

No pretendan comer sentados si suben en plena romería, pues la marabunta se agolpa ante las barras exteriores para calmar la sed y el apetito con bocadillos, raciones, refrescos y cañas de cerveza. A ver a Begoña y al gran Ignacio ha de irse sin prisa, soñando con sus especialidades clásicas y tradicionales que flirtean sin molestarse, es decir, las frituras y los guisos de toda la vida bailan claqué con los platillos contundentes, modernos y depurados de la criaturita, que cocina como dios.

Empezaron como todos los negocios del mundo, sudando, madrugando y currando como bestias de carga y viendo pasar el hambre y la penuria ante la fachada, pues en 1938 despejaron la cocina, acomodaron barra y mesas cerca de la cuadra y comenzaron dando de comer y beber al despistado que pasaba por allí, montando también un pequeño ultramarinos de primera necesidad. Nunca dejó la económica de rugir como una locomotora despachando cazuelas de toda suerte y condición, tortillas, bocadillos, pimientos fritos con huevos, fuentes de arroz con leche y muchos flanes.

Hoy, gracias a tanto esfuerzo, sigue al frente la cuarta generación representada por Ignacio, más listo que un buscapiés, formado en la escuela de cocina de Laredo y en fogones de postín para no olvidar lo que vale un peine: Atxen Jiménez del Tubal de Tafalla, Aldebarán con el legendario Fernando Bárcenas y el Europa pamplonés con Pilar Idoate, la gran dama de la cocina navarra. Tiene más mérito que sacar espuma de un pitorro o esferificar sobaos pasiegos lo que esta gente consigue desde un fogón convencional, que no es otra cosa que atender un bar de carretera con sus platillos en raciones generosas, tocando el balón al mismo tiempo con talento en un comedor que atesora una resplandeciente estrella Michelín.

Impresionan las vistas sobre los valles, riscos y fosforescentes prados, que sirven de magnífico escenario para la rotundidad de la cocina, delicada, refinada y extraída del mismo fondo de esos pucheros que rascan con cuchara de palo. El primer pelotazo son los aperitivos, que dejarían boquiabierto al hermano trinitario más rancio alumbrándole una sonrisa con el filipino de foie gras, unas croquetas que no se las salta ni el bombero torero más veterano, el crujiente de mejillón en escabeche, el delicadísimo bocata de anchoa, queso, albahaca y tomate, el explosivo buñuelo de compango o ese pornográfico tártaro de carne a lomos de un cilindro cristalino de patata frita de Valderredible.

Todo pichichi peregrina para zampar el caviar de Ampuero, que no es otra cosa que pimientos choriceros verdes fritos con un desconcertante pellejo indestructible que cobija una pulpa dulce, grasa, confitada y sedosa. Vuelta al ruedo con el picadillo de gambas crudas aliñadas con una potentísima ensalada de maíz y aguacates y de nuevo, la felicidad de unas pochas guisadas con verduras, de una mantecosidad suprema. No marchen sin papearse un muslamen de pollo “picasuelos” guisado con cebolla tierna, pimientos, vino y brandy que forma una salsa oscura que envuelve al zanco, que chorrea jugo y gelatina a manta, como si fuera morcillo de vaca. El sobao pasiego de caramelo con helado de manzana es la mejor excusa para agarrar los picas de postre y el café y salir pitando a la terraza a maravillarse de un entorno con el que te sangran los ojos, por su belleza extrema.