Todavía conservo una grabación en súper 8 de mi padre subido a un dos caballos, cámara en ristre, enfilando una cuesta de Arcos de La Frontera en dirección contraria, en aquellos años del oeste americano en el que no había semáforos y las leyes de tráfico las interpretaba uno a su antojo, pues si convenía girar a la izquierda ante una señal de prohibido, despacio y con buena letra llegabas a tu destino.
Ustedes pensarán, “qué cojones escribe este tío”, pero les confieso que cada vez bebo más y entiendo menos de vino y este brebaje cocinado con las variedades Tintilla de Rota, Syrah y Petit Verdot me sabe a berenjenas fritas con miel, a cola de toro en salsa y a ese tocino de cielo grueso y dulce como el chicharrón de cerdo.
Me cago en el retrogusto y en el matiz balsámico que se acumula en la lengua de tanto esteta de pandereta.