Ricardo Sanz cañí
Una carta llena de clásicos que apetece comer una y otra vez, hasta desfallecer
Si en un cambio de rasante tropezara con una lámpara maravillosa llena de prodigios, la frotaría para ver aparecer al genio y comprobar cuánto se asemeja la leyenda a los cuentos que leía de pequeño o si, ¡maldición!, la puesta en escena es más parecida a un espectáculo televisivo de Risto Mejide o a aquel programa presentado por Bertín Osborne, ¡Lluvia de Estrellas!, en el que aterrizaban sobre escena cientos de tipos caracterizados como Raimundo Amador, Tony Bennett o la mismísima La Toya Jackson, obrándose el viejo milagro de los panes y los peces que dejaba boquiabierto al respetable, ¡buá chaval!
Así que si se obra el milagro, ¡puestos a pedir!, me conformaba con nacer delgaducho sin estar cautivo de esa cadena de genes contrariados que se tiran siempre a las piscinas calóricas llenas de grasa, horchata y cubata, en vez de reclamar verduritas al vapor y hábitos saludables, ¡malditos seamos los gordos de nacimiento! En otro orden de cosas, tampoco me habría importado llegar al mundo con ese sensacional juego de muñecas de Severiano Ballesteros, con la cintura de Benny Moré, esa capacidad de comunicar con la palabra justa de Karlos Arguiñano, clavando todas sus recetillas en tiempo récord o poseer, ¡por pedir que no quede!, esa habilidad de destilar hasta la última gota cada una de sus crónicas gastronómicas de la que hace gala el maldito Pau Arenós, al que gustosamente robaba esa habilidad que atesora escribiendo sin derrochar un solo término, ¡capullo!
Viene todo esto a cuento porque me confieso incapaz de justificar de otra manera mi incapacidad de adaptación a este medio tan hostil de la gastronomía contemporánea, en la que pareces tonto si no vuelas asimilando todas esas técnicas ancestrales que me son extrañas y que consisten en raspar con desaliño los huesos del atún rojo fresco con una cuchara para racanearle chicha o beberse de “lingotazo” el jugo de su médula espinal, como si estuvieras de chupitos en una disco de Lloret del Mar. Mucho llovió desde que en el muelle de Hondarribia se descargaban gordos cimarrones que pillábamos para guisar en rodajas, con abundante tomate. Entonces, -le cuento al patrón del Kabuki Ricardo Sanz-, ni se nos ocurría zamparlo crudo porque lo habitual era pasarlo de punto y sumergido un puñado de días en salsa o cebollas y pimientos verdes fritos, resultando jugoso y empapado de sabor, convertido en una especie de lomo de orza marinero. Ricardo me escucha y me llama “carca”, ¡cuanta razón!
Tirando de hemeroteca recuerdo la primera vez que comí en su estrecha barra del local de Presidente Carmona, electrizado por aquellos bocados almohadillados de arroz recubiertos de pescados y mariscos desnudos, como dios los trajo al mundo, rebanados con precisión y aderezados con pringues pertenecientes a la más rigurosa ortodoxia nipona. Afortunadamente, el negocio lleva muchos años navegando viento en popa y su cocina rompió los rígidos corsés, convirtiendo los platillos de Kabuki en un despliegue de productos de gran categoría, cocinados con desparpajo por un madrileño despojado hace tiempo de esa rígida, afectada y pretenciosa norma nipona capaz de convertir la ceremonia del té en un soberano aburrimiento: el responsable de esta “pantomima”, queriendo encarnar el súmmum del refinamiento, reduce el mundo a estrechas y limitadas proporciones, adoptando gestos forzados y desplegando sin necesidad esa reverencia afectada que exagera el disfrute de una simple infusión aguada. Aquí, tomamos té con bocadillos, pasteles, bollos, “clotted cream”, mermelada y mucho champagne y por eso Kabuki cruzó hace tiempo ese perro de raza de ojos rasgados con un ratonero bodeguero jerezano que le dio salero a su fogón, para que sus platillos iluminen aún más nuestra sonrisa.
Comprobarán que la sala sigue igual de eficiente, con un servicio de sumillería que aprieta acelerador si se chasquean los dedos y se solicita su presencia y una carta llena de clásicos que apetece comer una y otra vez, hasta desfallecer. El tinglado se extendió como reguero de pólvora y hoy pueden “kabukizarse” en Tenerife, en el Ritz-Carlton Abama, en la “jipilonga”, carísima y lujosa Finca Cortesín Malagueña, en Valencia, en el Prado madrileño o en las terminales T1 y T4 del aeropuerto Adolfo Suárez, que es la mejor manera de celebrar el despegue en un vuelo transoceánico: metiéndose entre pecho y espalda cualquiera de las especialidades que dieron reputada fama a la casa para echarse a dormir y despertarse en destino, descansado, fresco y con renovado apetito, sin ardor de estómago. ¡Yukio Mishima lehendakari!
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