Local pequeño pero matón
Una carta tocada por el don del que cocina y calla sin levantar la vista del puchero
Hay muchos locales de hostelería, algunos viejos como un queso zamorano, otros casposos como una cinta de gasolinera de “Las Grecas”, otros aspiran a ser cafeterías no más con máquina expendedora de tabaco, otros rompen la pana con ese aspecto “vieja escuela” de self-service con bandeja de madera y cóctel de marisco y ésta lista podría estirarse tanto o más que las pantorrillas de aquel hombre-goma que durante algunos veranos de infancia vi retorcerse en el circo Price. Pero existen también baretos sin pretensión, con máquina tragaperras y carajillo de Soberano, y mientras en algunos dan de comer por cuatro perras, otros presumen de servir champagne, marisco y foie gras a una escogida clientela, mientras la inmensa mayoría guisan y sirven sin dar demasiada importancia a lo que hacen, que en muchos casos suele ser magnífico.
Está claro que en la diversidad está el gusto y al local que hoy referenciamos en estas crónicas marcianas del desmedido zampar se accede a través del estrecho corredor de una gris galería comercial, que en mis tiempos mozos era lugar en el que se escondían las tiendas de vinilos, los estancos, las jugueterías y los “pubs” de mala muerte y sombría reputación. Ahora que lo pienso, también estuvieron muy de moda esos establecimientos a los que se entraba con una clave de acceso, como un teléfono móvil o un cajero automático de hoy día, ¡abracadabra!, gritabas a una dependienta detrás del mostrador de una peluquería y tras abrirse una portezuela, descendías a un local último grito con una puesta en escena de película de Robert Rodríguez.
Siempre he preferido las cosas de andar por casa, la tortilla de perejil y ajo poco cuajada, las pipas Facundo en las gradas del Stadium Gal, la anchoa albardada y frita con pimiento verde y aquellas brillantes moderneces de la nueva cocina vasco francesa que se ocupó de glosar el animalito de Rafael García Santos, contenidas en un grueso libro granate que muchos guardan sin saberlo y que más tarde publicó en diez volúmenes verde fósforo un editor “arapajoe” de nombre impronunciable, ¡menudo caradura! Allí están reunidas para la posteridad la pierna de cordero rellena de mollejas del Jaizubia, el milhojas de bacalao y acelgas de José Ignacio Celaya, los chipirones “begi haundi” asados del Alto Vinagres, los cuatro bacalaos del Guría, la lubina a la pimienta verde de Pedro Subijana, el lenguado a la florentina de “madama” Fombellida o aquella merluza inmaculada servida sobre una salsa negra que se sacó de la chistera un genio de la sala y las finanzas llamado Jesús Santos, que aleccionó a cientos de jóvenes camareros y chefs en los rudimentos básicos del oficio.
Y es que mucho antes de que existieran las supersónicas escuelas de cocina que enseñan a nuestros mancebos el manejo del sifón chiripitifláutico y ese léxico bullipédico esdrújulo y mayúsculo, nuestros protagonistas Marian y Aitor pelaron cebolletas, plancharon manteles, repasaron copas y fregaron montañas de cacharros en la zarauztarra escuela Aiala y en el bilbaíno Goizeko-Kabi, verdadero cuerno de la abundancia de rigor y disciplina en el que aprendieron a cocinar y a atender sin gilipollez alguna, dicho sea de paso. Vuelvo al trote desde los cerros de Úbeda y para finalizar, les recordaré que es lugar pequeño y discreto, con recogidos ambientes que permiten hablar de política o fútbol sin molestar, pudiendo dar buena cuenta de una cocina de raíz resuelta con genio y excelente muñeca. Bien cierto es que cuenta con un fogón minúsculo, pero su carta está tocada por el don del que cocina y calla sin levantar la vista del puchero, convirtiendo todo en un verdadero milagro.
El tomate de Lezama lo pilpilean en el bol con aceite bueno para que el jugo emulsione y haga salsa de toma pan y moja, guarnecido con ventresca de bonito. El salmón ahumado es el mejor, “made in Keia”, pringado con un alioli de piparras. Las croquetas de jamón ibérico o mejillón tigre con bechamel en su cáscara, el huevo poché sobre crema de patata trufada y pimiento morrón asado, la merluza rebozada servida sobre chipirón en su tinta, el atún con compota natural de tomate y cebolla o el solomillo braseado con puré de patata, son sus timbres de gloria. Sin olvidarse, nobleza obliga, de la salsa vizcaína con un toque guipuzcoano de tomate, más aristocrática y elegante que esas salsorras potentes que tanto gustan al vizcaíno más radical en el fogón, en la que estofan distinguidas manos de cerdo, caracoles y callos con pata y morro de ternera. Bordan el rabo guisado, guisan sordas en temporada y le dan leña a las setas. De postre, disfruten con la tostada con helado al gusto, el arroz con leche y el bizcocho de chocolate.
Trueba
Colón de Larreategui 11 (esquina Berastegui) – Bilbao
Tel.: 94 423 83 09
www.restaurantetrueba.com
COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Clásico
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / Negocios
PRECIO Alto / MEDIO / Bajo
Éste sí lo tengo a mano… En menos de una semana «cae»