El Clarete

La cocina de la suculencia
Patxi y Unai pilotan uno de los restoranes más felices de Vitoria

Les aconsejo vivamente que pregunten siempre por el cocinero, allá donde vayan, y se preocupen por su salud y la de sus familiares más allegados. Eso de aterrizar en los locales con cara de pocos amigos no es de recibo, y a pesar de que pueda entenderse la valentía que supone franquear la puerta de una cocina, rumbo a lo desconocido, les insistiré una y mil veces en que convendría que hicieran suya tan saludable costumbre. Pidiendo permiso, claro está, pues nada hay peor que entrar atropelladamente, ni se les pase por la cabeza o lamentarán las consecuencias. Podrían comenzar con un sólido apretón de manos, y sin desviar la mirada ni un solo segundo, romper el silencio con un contundente “qué tal, chef”, que los más bregados del gremio interpretarán como una inequívoca señal de reverencial y sumo respeto. Algo así como cuando en una peli de vaqueros el John Wayne de turno enfunda su rifle ante el rostro pálido de turno, aquí paz y después gloria.

De tal forma, les sugiero que para ir pillándole el punto al asunto, franqueen la puerta del Clarete y pidan un trago en la barra al gran Patxi, que no es otro que el guardián de la sala del local que hoy nos entretiene, tipo remangado y sin fisuras, complaciente, de trato profesional, cercano y cero plasta que no dudará ni un segundo en servirles cualquiera de las golosinas que maneja, pues su selección de bebercios es cuidada y reúne verdaderas joyas a precios más que razonables. Así, copa en mano, podrán salir a echarse un cigarrito a la calle en alegre comandita para empezar con el ritual antes mencionado. Ya fuera, echen a andar hacia su derecha y a escasos metros tropezarán con una puerta ciega que es el acceso a la cocina-cueva de Unai-Alí-Babá y sus cuarenta pucheros, uno de los fogones más felices de toda la llanada alavesa. Sí, amigos, agarren con decisión su copa, apuren su pitillo, asomen el morro, sonrían y lancen un sonoro “qué pasa, chef”. Es mano de santo, como ya les advertí.

Tomen nota. A su izquierda, tras un gran horno en el que se confitan muslos de pato, hornean huesos de ternera y se asan patatas sobre montañas de sal gorda, verán una caprichosa cocina mural en la que hierven callos, se apuran sofritos y desbordan caldos, pequeña, bien es cierto, pero suficientemente robusta como para liarla parda a diario desde hace ya bastantes años, pues El Clarete se levanta sobre un antiguo local que fue casa de comidas en 1927, y guisaron muchas cazuelas de caza que los parroquianos empujaron con porrones bien cargados. En el mismo centro, se levanta una mesa inoxidable con toda su artillería preparada para dar de comer al hambriento, es decir, vajilla caliente, paños, tablas, recipientes con cucharas, batidoras de brazo enchufadas y un baño maría con salsas y guarniciones listas para el combate: crema de patatas en salsa verde para las cigalas plancheadas, vinagreta de coral y lima para el carpaccio de gambas, crema de patata trufada para los chipirones troceados y estofados en su tinta o el mojo de pimiento rojo asado para las anchoas marinadas, verdadero deleite.

En este mismo instante comprenderán porqué se ha de entrar sonriendo en un restorán, que no es otra cosa que un lugar en el que algunos pocos gozan mientras la mayoría suda, resopla y se quema la pelambrera en primera línea de fuego. Así que sonrían y repartan buen rollo a diestro y siniestro a un equipo prieto siempre bien dispuesto. Verán más encimeras chiquitas, algún que otro horno, salamandras, cámaras frigoríficas y la “plonge” -pronúnciese “plonsh”-, que no es otra cosa que fregadero y lavavajillas, verdadero pulmón y santuario de cualquier cocina que se precie, pues si falla o se detiene, todo dios sabe que los cimientos se tambalean tela marinera. Así son las cosas, y así funciona el asunto para que en el comedor, una vez bien instalado y con la servilleta anudada a la papada, aterricen uno a uno esos platillos marca de la casa currados con un sosiego y un sentido de la suculencia sin parangón. Así que por su seguridad -como dicen en los aeropuertos-, y por su felicidad y la de sus acompañantes, no pierdan de vista mis consejos y sean simpáticos.

Tanto en la barra como en la sala, disfrutarán de los platos más representativos, siempre acompañados de una sabia selección de pimple. Las croquetas chicas de hongos y de chipirón son “vedettes” estelares de su oferta de tapeo, así como el ravioli de foie gras y parmesano, la yema de huevo con patata, chorizo y pan, los inmensos callos o el arroz caldoso de marisco, guisado en su punto con un caldo de toma pan y moja. No busquen carta porque no hay, de lunes a viernes al mediodía elaboran el “menú cuchara” que ofrece a precio de risa un plato tradicional de cuchareo, con dos entrantes y un postre. Y para los momentos estelares, un “menú degustación” con lo mejor que encuentran en el mercado ese día, recuerden que si pasaron antes por la cocina dejando buen recuerdo, trincarán el mejor cacho. En todo caso, sus cinco entrantes, un pescado, la carne y un par de postres no se los salta ni el bombero torero, además a precio de risa y con joyas tan memorables como el ravioli de pollo con caldo de garbanzos, las manitas de cerdo rellenas, el foie gras con fresas a la pimienta verde o la merluza en salsa verde con pulpo.

El Clarete
Cercas Bajas 18 – Vitoria
Tel.: 945 263 874

COCINA Sport elegante
AMBIENTE Modernito
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia / Negocios
PRECIO 50 €

1 comentario en “El Clarete

  1. Alfredo Rodriguez Landa

    Para atreverte a entrar a la cocina de un restorán y decir «qué pasa chef» hay que ser David de Jorge, porque si eres un txinpín como yo, con la cuchara de madera te señalan un letrero que dice «no distraigan al conductor». ¿O no?

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