Haramboure

Imparten caridad gastronómica, cuidando al estresado urbanita

No darán crédito cuando conozcan al monstruoso Patxi Zubizarreta, un chef guerrillero que estuvo una pila de años escondido en locales de moda, gestionando cartas y brigadas, intentando que les luciera a otros la melena. Salió de las tinieblas y ahora arrima sofritos al fuego en su cocina vista o pilla el comandero y se da un voltio por las mesas de su nueva casa, tomando nota de lo que sus clientes quieren papear. Ya saben que los madriles son muy pijolinos, y en cuanto se abre la veda de algún novísimo local, todos los cursis, gordos, ejecutivos, chulapos, anormales y gourmets de pacotilla de mírame y no me toques la rabadilla toman al asalto el establecimiento para poder contar en las redes o en la oficina que estuvieron allá antes que tú y que Victoria Federica. Hay cansinos que se empeñan en descubrirnos las fuentes del Nilo, aunque fuera un gabacho con castillo en Hendaya en el siglo XIX quién las encontró a pesar de clavar en sitio equivocado la bandera, ¡menudo anormal!

El chef Zubizarreta es “la bella y la bestia” modo Durango, oso o jabalí que hociquea en los sembrados en busca de patatas, ballena blanca o leviatán de Melville, orangután “espalda plateada” de Guinea Ecuatorial, un portento capaz de beberse de trago dos litros de birra o el típico australopiteco que levanta la bota y derrama el chorro en la cuenca de su ojo para que el reguero de vino le caiga por su napia y entre por una boca capaz de masticar niños enteros, pastores alemanes o gallinas viejas. Es un personaje de peli fantástica de Alex de la Iglesia o de bosque encantado de Wenceslao Fernández Flórez, un gallego que repartía brujas, torturados, locos de remate, mostrencos, asaltadores de caminos o campesinos por sus libros. Cuídense porque está chalado y cree que cualquier mortal atesora su apetito, capaz de zamparse tres roscones de nata o cuatro chuletas o un ciento de magdalenas La Bella Easo untadas en café con leche o Cola Cao enriquecido con yemas de huevo.

Patximari siente esa necesidad tan honda del cocinero que quiere lucirse, proponiendo un picoteo individual de entradillas que matarían al mismísimo Rascayú, “¿cuando mueras que harás tú?, serás un cadáver nada más”, ¡iepa! Les desparramará por la mesa exquisiteces como kokotxas y tripas de bacalao Club Ranero, “mochis” con relleno de “boda” de puerro y gamba, bollo de mantequilla “bilbáino” con caviar, pencas de acelga preñadas de tártaro de atún, morros de ternera fritos, pringosos y picosos y una espaldilla de conejo con cacao que se come con la mano, como en una “botellona” de pueblo en las faldas del Moncayo “ladrón”, que como ya saben, roba el agua a Castilla para dársela a Aragón.

Hay verduras a mansalva e imaginarán que mientras en los pueblos cenamos lechuga o tomate, que es religión y la cosa más normal del mundo, al urbanita se le ponen los pelos del nabo en punta en cuanto le plantan algún fruto de un huerto en su plato, porque malcome y va a toda prisa estresado de un lado para otro, sin tiempo a ver el viento mecer los árboles o lloviznar. En Haramboure imparten caridad y cuidan al ajetreado, sazonando las ensaladas con aliño de jugo de cordero, como hacía Hilario Arbelaitz en el desaparecido Zuberoa. Montan terrinas con coles verdes, menestras con vainas o judías verdes, glasean apio nabo para que parezca pechuga de pato, aunque no cuele, y sirven dos platos monumentales: tatín de cebollas rojas con salsa de queso y puerros asados borrachos de mantequilla con trufa y armañac. Esta peña guisando parecen una mezcla de Pierre Gagnaire, Pedro Gómez, André Daguin, Abraham García, Tomás Herranz, Rose Gray y Ruth Rogers o algo similar, pues tienen oficio, furia y personalidad para juntar en el mismo puchero ajoarriero de bacalao, porra y miso de hinojos, montar unos huevos fritos con angulas al ajillo en lo alto de un lomo de merluza, guisar un pecho de cordero con salsa de caracoles a la vizcaína o servir una falda de vaca a la borgoñona con unas papas aliñadas que te llevarías en fiambrera al monte, con sus cascos de cebolla, aceite de oliva bueno, vinagre y huevo chorreante. Dan ganas de meter la cabeza en todos los platos. Qué cabrones.

Patricia Haramboure, patrona, jefa de sala y socia del animalito, gestiona el local como puede, cargando platos, poniendo cafés, sirviendo vino y viendo gozar a todos y cada uno de sus clientes, aunque alguno habrá que no le haga mucha gracia que den bien de papear, sin chorradas, sin exotismos y sin ninguno de los trazos y artefactos habituales con los que se dibuja la cocina moderna. Algún gel para ligar alguna salsilla asoma el morro, pero tiene mucho mérito que el tipo sea hijo putativo de Adriá y Blumenthal y que por allí no ronde ni se le espere al sifón sifonero, a la esferificación, al velo mucoso, al trampantojo “agárrame del matojo” o a la socorrida ósmosis de nabo de una raza olvidada y rescatada en un semillero finlandés que sale en un documental del puto Netflix. No perdamos nunca el sentido del humor. Disfruten, que nos quedan dos telediarios.

Haramboure
Maldonado 4 – Madrid
T. 911 049 591
haramboure.com
@haramboure_madrid

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Tasca auténtica
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia
PRECIO ****/*****

 

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