Si tropiezas con un gallego en una escalera nunca sabrás si sube o baja, aunque romperé la leyenda diciéndoles que mi padre era de Ferrol y bajaba y subía con determinación germánica, viviendo y disfrutando a pleno pulmón como una bestia.
Trabajé con muchos gallegos y les hablaré de un tipo que conocí en mis inicios en Lasarte, cuando ejercía la jefatura de cocina, ¡ese Ricardo!, más intenso que un disco de Leonard Cohen traducido al inuit, aunque cierto es que desborda generosidad por sus cuatro costados y presume de amigos vascos ante sus alumnos de la Escuela CIFP Carlos Oroza de Pontevedra.
Para mantener viva la llama de la amistad nos envía hongos, botellas de sidra, vino, conservas de pescado y ejerce de embajador plenipotenciario de su tierra, pues nos pone en onda con productores y paisanos que se vuelven locos por meter en nuestra cesta de la compra las golosinas más ambiciosas.
Su amigo Óscar Pérez, secretario de la D.O.P. Arzúa-Ulloa, nos envía unos quesazos de casi dos kilos de peso y un mes de curación que rompen la pana, con un punto de maduración estratosférico y una cremosidad fuera de serie, pues escupen crema en cuanto hundes el cuchillo y son patrimonio de la humanidad de nuestra despensa quesera.