Serantes

Pedigrí bilbaíno
Un restorán de sobrada solvencia en el que no se lían demasiado la manta

Nunca olviden cuando hagan chistes de cuñados que ustedes también son y serán por los siglos de los siglos material de derribo y destrucción masiva para sus familias políticas, así que cuiden su vocabulario y ándense con ojo que la piqueta acecha. Yo tengo uno que se llama Javi que se llevó a mi hermana pequeña de casa de mis padres al más puro estilo Picapiedra, agarró a su Vilma de los pelos, la montó en su troncomóvil y ahí andan los dos felices comiendo muchas perdices a pesar de tener en casa a Dino el destructor, mi sobrino Telmomari “sukaldari”, pedazo de torpedo incombustible, ¡menudo artista!

El buen hombre, profesor en La Salle y disfrutón del buen bebercio, el mejor zampe y la eterna fumada de tabaco habano, participa todos los años en unas jornadas escolares de trabajo en Rioja -no saben nada los hermanos de La Salle-, y entre reflexiones, reuniones, conclusiones y mordiscos y tragos a chorizos cocidos, costillitas de cordero y porrones de vino de la tierra, ocupan su tiempo escuchando a gentes sabias como Jesús Alcoba, fenómeno analista de la escuela de negocios de la casa que destripa y deshuesa los quehaceres de la concurrencia, generando propuestas de avance y soluciones a la carta.

Aunque soy bastante lerdo y necesite dos párrafos para ponerles a ustedes en situación, escucho cuidadosamente las conclusiones que mi cuñado me traduce en clave de “cocinero mongolito” para que pille contenido y lo lance en estas crónicas escritas que hoy tratan sobre una casa bilbaína. Y me vienen al pelo para largar aquí, dicen algunos, que la cocina genera experiencias multisensoriales más allá de la boquita y exactamente en las profundidades de sus propios ombligos, planteamiento egocéntrico y casposín muy limitadito, ciertamente. Y luego están esos otros, ¡barruntos de tirios y troyanos!, que guisan sudorosos y revientan la campanilla complaciendo estómagos, entendiendo el oficio como forma de encuentro entre personas hambrientas y sedientas. ¡Capuletos y montescos!, ¡a mi la guardia!

Así que cuando deseen una mesa sobre la que discutir asuntos huecos, no duden en escoger un mantel en el que no les atosiguen y traten el alimento con la simplicidad de los tascos de siempre, es decir, con sobrada solvencia y sin liarse la manta demasiado, eligiendo todos esos platos que obligan a liarse la manta con la carta de vinos y a mojar el bollo, manchándose la camisa y la corbata al menor descuido. También les advierto que el Serantes es un monte que no hizo jamás méritos para que clave en la cima su bandera un titanazo de la talla de Alberto Iñurrategi, pues es cima matona pero chiquita porque calza cuatrocientos cincuenta metros de altitud y por sus laderas no pastan yaks ni sherpas ni ondean banderitas de colores que claman por Buda, Dharma y Sangha.

El Serantes, ¡sí!, es también un local con virtudes y defectos, como todos, y me recuerda a esos establecimientos a los que uno ansiaba ir de chaval con sus padres cuando calzaba pantalón corto y comer fuera de casa era el plan soñado. Antes que ir al viejo Atocha a ver jugar al fútbol o a partirse la crisma en bici con los colegas, uno prefería escuchar el runrún bullicioso de esos restoranes clásicos con barra alta en el que te atendían camareros “zorreras” con mano izquierda y galones prendidos en la solapa de la chaquetilla, ¡aúpa Josemaría! Recorrías varios pasillos hasta acomodarte en alguna parte y ese paseíllo hasta llegar a un coqueto reservado, pasando frente a la cocina bulliciosa o una bodeguilla de vinos, era un verdadero instante de felicidad previo a la jamada, pues el fin último fue y será siempre masticar a dos carrillos, gozando como un tigre de Bengala de las mismas especialidades que hoy sirven en esa luminosa Alameda de Mazarredo: chacinas ibéricas y entremeses, yemas de espárrago, foie gras de oca, anchoíllas y boquerones, ensaladas y rabas que reclaman birra fresca.

Los fritos también son reputados y el amigo Juan Echanove, cuando sus giras lo llevan hasta la capital vizcaína, pierde el culo por su filete empanado con patatas fritas y pimientos verdes, pues lo bordan como en su propia casa, que es asunto serio de veras porque el chaval cocina un rato largo. Además, clavan el salpicón, sirven camarón bien gordo, menestra, sopa de pescado, lomos de merluza en salsa o albardada y cantidad de pescado plancheado a la bilbaína “según mercado”, tanto monta, montan tanto, mero, besugo, lenguado, lubina, rodaballo, rape, Isabel como Fernando. Rematen con un bravo solomillo Wellington, costillas de cordero, rabo, carrilleras, caracoles y coloridos dulces antediluvianos con los que se arrancarán por palmas: pudding de fruta, canutillos, fresas al Grand Marnier con helado y tartas de la casa.

Serantes
Alda. Mazarredo 75 – Bilbao
t.: 94 424 80 04
www.restauranteserantes.com

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE bilbaíno rococó
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia / Negocios
PRECIO Alto – MEDIO – Bajo

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