Yugo The Bunker

El “japo” de la calle San Blas
Algo tendrá Julián Mármol cuando lo bendicen con su primera estrella Michelin.

En el paseo de Colón de Irún siempre nos partimos de risa cuando pasaba el típico hendayés calzado con casco protector a lomos de una “Mobylette” y en las oficinas de aduanas siempre se colaron forasteros que desempeñaron tareas de gestión de tráfico: era un poema verlos correr con zapatillas deportivas y pantalón corto, ¡mira ese!, decíamos señalándolos con el dedo. Mientras, aceleraban el paso haciendo “jogging”, vocablo inglés que derivó en una sinsorga terminología para definir al corredor, tantas posibilidades hay como palabras emplean los esquimales del iglú para matizar el blanco polar: donde uno ve corredores, otros ven “runners” que entrenan, hacen series y estiran en un averno o inframundo llamado “box”, ¡manda huevos!

También hubo un tiempo en el que veíamos orientales, sobre todo en las películas de Bruce Lee y en aquellas entregas sabatinas del cine Avenida, que se ponía hasta la bandera de parejas de enamorados magreándose y pandillas de gamberros que acudíamos puntuales a la proyección de sesudos largometrajes protagonizados por Bud Spencer y Terence Hill, que en sus epopeyas siempre tenían hueco para la aparición estelar de un “japonés” chungo con cara de pocos amigos que repartía tortazos sin moverse del sitio, ¡menudas gestas!

Por el entorno no había moritos, ni negratas, ni pelirrojos y ningún chino y para encontrarlos tenías que plantarte en Madrid y franquear el umbral de locales de reputado pedigrí del paseo de la Castellana como el desparecido “Suntory” o “The House of Ming”, que ofrecían exotismo en los tiempos en los que la modernidad la abanderaban Ursula Andress, Paquito Clavel o Fabio McNamara y algunos humoristas que no dejaban títere con cabeza en los escenarios del Florida y Cleofás, salas de espectáculos no aptas para menores de dieciocho años. En “Suntory” bebí mi primera birra nipona y asistí ensimismado a ese bautismo festivo de gestos casi litúrgicos que terminaban en el fondo de un bol en delicadísima sopa o en la palma de mi mano en forma de bola de arroz glutinoso con pescado crudo, ¡vaya tela de franela!

Por aquel entonces el amigo Julián Mármol andaría en pantalones cortos, pegando pelotazos a un balón de reglamento y sacando buenas notas -me apuesto un pie con su juanete a que en algún momento fue delegado de su clase-, porque es difícil encontrar un tipo con la rigidez, la obstinación y la decidida convicción de que en algún momento de su vida terminaría haciendo lo que hoy trajina en ese búnker de madera de la madrileña calle de San Blas en el que cocina como los ángeles para una nutrida clientela a la que mantiene amaestrada y cautiva con sus propuestas, por su peculiar forma de ser y expresarse.

Se le ve venir de lejos al chaval, pues por cada poro de su piel destila autosuficiencia, control de los procesos, seguridad en lo que hace y por lo que viene demostrando, que no es otra cosa que alentar a todo su equipo para convertir poco a poco todo lo que toca en propuestas de altos vuelos gustosas y muy sabrosas. Bien cierto es que en esta selva moderna de “mochis”, bolitas de arroz y rollitos preñados de cualquier cosa, resulta cada vez más complicado verse seducido por esa cocina que la pone mirando a Murcia cuando está recién hecha, porque huele, pringa, explota, chorrea, marea y pega los labios por su carácter graso, ahumado, yodado, fermentado, crudo y mórbido.

Así que aíslense por un momento de ese “japonesismo” de pescado de plástico, queso Filadelfia, palito de surimi, salsa de soja chapapote y “wasabi” resucitado de cenizas verdes y láncense en plancha sobre lo bueno, porque cuando menos lo esperemos, ¡ya lo saben!, nos atropellará a todos el autobús de línea. Y siéntense cuanto antes en la mesa del amigo Mármol para dar buena cuenta de sashimis moriawase de diferentes salmones, gamba panchuda y langostino de Sanlúcar. Los nigiris son delicados y finísimos, con un punto soberbio de acidez en el arroz, sobresaliendo los de ventresca toro con caviar o chipotle, agashi con alga codium, foie gras y vieira con mantequilla de erizo. Se salen del mapa el gunkam o cartucho de arroz atiborrado de tuétano de vaca, el escabeche de tataki de toro, la gyoza de rabo de vaca y esa hamburguesa de carne de wagyu medida en su contenido y en sus dimensiones como una sonata de clavicémbalo del maestro italiano Giuseppe Domenico Scarlatti. Le acaban de entregar su primera estrella Michelin, así que algo tendrá el chaval cuando lo bendicen.

Yugo The Bunker
San Blas 4 – Madrid
www.yugothebunker.com

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