Cantos de sirenas
Una pescadería en la que podrán comer a las mil maravillas
Dicen que los sevillanos son muy suyos y que no es lo mismo ser un turista accidental de paseo por sus tascos y plazuelas, que sentar allá los reales y buscarte los cuartos, sorteando las incomodidades y los múltiples codazos familiares y laborales del día a día. Así será y no tengo duda, pues el mismísimo Manuel Chaves Nogales ya escudriñó el alma difícil de su ciudad natal y lo dejó escrito y bien clarito en esos ensayos, tan hermosos como sobrecogedores, “alguna vez pensamos en que la inquietud sevillana no es sino una aberración (…) y acaso toda su perplejidad, toda esa complejidad, no sea realmente más que una sensación primitiva, bárbaramente subjetivada, que se repite de modo invariable ante el espectáculo de lo que nos es familiar”.
Puede resultar raro que les hable de todo esto en unas crónicas comestibles, pues ahora es el “trampantojo”, el “concepto” o el “tema del tema”, como escribía el amigo Quim Monzó, el que está en el candelero, si bien cierto es que el cielo azul, el olor del azahar, los bocinazos, el bullicio, la mugre, el río, la exageración en la galanura, el turisteo, los carros de caballos, los calentitos con chocolate, las clavelinas o el sobresalto del tranvía rozándote el dobladillo del chándal son estampas de esa Sevilla vista a través de las gafas de sol del “guiri”, que capta tan solo algunos matices de una cotidianeidad, que a la manera del escritor vendría a decir, “tomarás tanto de sol tanto de cancela morisca, tanto de guitarra y de mantón de flecos, tanto: revuélvelo según arte y tendrás lo que deseas”.
Todo es cierto y verdad e incluso algunos viven en gris y en soledad entre las sombras de una ciudad con amaneceres de otra galaxia, pero la Sevilla que uno conoce empieza a cosquillearte los entresijos en la misma Mérida, cuando desciendes en automóvil por la Ruta de la Plata y la dehesa extrema se transforma en páramo andaluz. Y esa inquietud por lo que se avecina se convierte en derechazo directo al esternón cuando adivinas la regia e imponente figura del Monasterio de San Isidoro del Campo en Santiponce y a lo lejos, levantando la vista, descubres esa torre delineada en terracota, que como un enorme gigante hace labores de vigía, mal que les pese a muchos sevillanos, que despotrican del pirulo del arquitecto César Pelli, ¡moderneces!
De entre todas las cosas que podrán hacer allá instalados, no dediquen un solo minuto a desmembrar como yo el ADN de la sevillanía y dediquen mejor sus horas al paseo, a la contemplación, a beber cerveza, vinos olorosos y a comer ensaladilla y buenas chacinas. Y no duden en visitar al amigo Juanlu, que en su Cañabota, a dos pasos de La Campana y de la taberna Manolo Cateca, la lió parda con una pescadería en la que su padre gestiona el material y su equipo les darán de comer a las mil maravillas. Tengan en cuenta que lo más importante son el pescado y las cáscaras, y como cabareteras de lujo los tratan, intentando aplicarles el mayor respeto en el despiece y en su cocinado, empleando todas las técnicas que tienen a su alcance. Lo mismo les da hervido que plancheado, crudo, marinado, rustido en sartén, al horno a palo seco, sepultado en sal, frito elegantemente y en su punto exacto de cochura y crujiente o arrimado a las ascuas, como el dicho popular aconseja con las sardinas.
Comprobarán que el lugar es diáfano, sin trampa ni cartón, todo está a la vista para que el cliente sienta que no le harán juegos de malabarismo ni le servirán las gaitas destempladas, pues no pretenden hacer piruetas con el material ni sorprender a nadie con platillos ni ingredientes desconocidos. Se esmerarán friéndoles un mero lo mejor posible y les ofrecerán en bandeja de plata todos esos entresijos marinos que los más golosos ansían meterse entre pecho y espalda: aletas, huevas gordas y grasas, carrilladas, cabezas, mentones, kokotxas o bocados finolis que antaño alimentaban a los gatos y a los menos pudientes.
Ofrecen los clásicos del mar, claro está, pero también encontrarán especies poco comunes en otras latitudes como pargos, corvinas, salmonetes, pámpanos, dentones, verrugatos o sargos de burgo, servidos por piezas enteras o racionadas. Y a los muy caimanes les pone palote ofrecernos cachetes, parpatanas, morrillos o diferentes cortes, que podrán echarse al coleto cocinados de diferentes formas, para que alucinen en cinemascope. La casa cuenta con la garantía y el respaldo de los propietarios de Tribeca, Edu, el gran Perico y Jaime, una institución sevillana que como todo el mundo sabe lleva dictando apostolado de la mejor cocina y son compañeros de viaje en esta aventura. El conocimiento que atesoran de las lonjas de Cádiz y la garantía del madrugón con la billetera llena para llevarse las mejores piezas, les asegura ese mostrador y esa despensa espectacular.
Si Juanlu tuviera un programa de cocina en televisión, Arguiñano, Pepe el del Bohío y yo mismo haríamos cola en la oficina del paro, así que cuando lo visiten no lo miren nunca a los ojos o caerán rendidos a sus cantos de sirenas, pues es un tipo que destila honestidad, transparencia y posee una voz musical atractiva e hipnótica con la que embruja para llevarte derechito al fondo del mar, al empacho y a la muerte. Avisados quedan.
Cañabota
Orfila 3 – Sevilla
Tel.: 954 870 298
www.cañabota.com
COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Modernito
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia
PRECIO Alto – Medio – Bajo