O de la cocina más deseada de su tiempo.
Durante muchísimos años el Azaldegui fue el mejor restorán donostiarra. Cercano al Palacio de Miramar, con vistas espléndidas sobre la bahía de la Concha, se convirtió en lugar de encuentro de políticos, aristócratas y gentes adineradas que se refugiaron en sus mesas para probar los platos sabrosos y refinados de un chef legendario, Andrés Azaldegui Etxeberria, cocinero de espíritu y hechuras francesas que supo adaptar la mejor cesta de la compra local y hacer la cocina más deseada de su tiempo.
Somos muchos los que por aquí hemos oído hablar del restorán, pero muy pocos los que saben ubicarlo o tienen datos. Tengo que confesarles que nunca tropecé con alguien que comiera sentado a su mesa, a pesar de que estuvo abierto al público desde 1949 y hasta 1969, año en el que cerró sus puertas para siempre.
Desde entonces se ha forjado su leyenda de lugar en el que se ejerció apostolado de alta gastronomía antes de la época dorada de la “nueva cocina vasca”. Nadie se ha preocupado jamás de rendir sentido homenaje a los Azaldegui, verdaderos motores de la buena cocina vasca, en cuyos fogones se curtieron muchos chefs de la generación perdida, los Irizar, Zapirain, Zabalas, etc.
Reunimos a dos Azaldeguis, que nos desvelarán qué se coció en aquella casa; mujeres duras, capaces de atraer a la clientela desde puntos muy lejanos del mapa y que hoy pasean elegantemente vestidas por la ciudad. Son herencia gastronómica de un presente que muchos creen caído del cielo, como las ranas llovidas del cuento; la verdad, si uno mira hacia atrás, modelos que seguir no faltan.
Ángela y Lourdes Azaldegui llegan a la entrevista bien guapas; ellas se ocuparon de dirigir comedor y economato, respectivamente, y tras muchos meses de insistencia, las convencemos para que respondan a nuestras preguntas; “pero somos cuatro hermanas, eh, faltan dos, Paquita e Isabel”, advierten.
Bebemos té y comemos galletas hechas por Miren, la hija de Lourdes; abrimos fuego:
¿En qué año abrió Azaldegi?
Tenía yo treinta años, dice Ángela, por lo tanto hace sesenta y dos. El restorán estaba en una villa que nuestro padre Andrés compró a una argentina, tenía cuatro pisos y era la más bonita de toda la ciudad: venían todos los estudiantes de arquitectura a retratarla, hacían bocetos y estudios con ella.
¿Su padre era el jefe de cocina?
Empezó guisando él, sí. Trabajó de joven en Paris, en la “Rotisserie Perigourdine”, en el Hotel Londres y en el Hotel Continental. Era el propietario de Azaldegui y tuvo diferentes jefes de cocina a su cargo; al final de su carrera se metía poco en la cocina. Un verano estuvo Luis Irízar y durante mucho tiempo guisó con nosotros Xabier Zapirain, del restorán Gurutze Berri; empezó de aprendiz a los dieciséis años, luego marchó a Inglaterra con Luis, con otro tipo de Rentería y con Leandro, que fue otro reputado chef que más tarde hizo las Américas, abrió allá una tienda de comida preparada y se debió hacer riquísimo. También estuvo con nosotros Pedro Bordonada del Museo del Whisky, Pedro Gómez del restorán irunés Romantxo y Santxotena.
¿En la cocina había mucha gente?
En verano muchísima, hasta ocho personas; venían brigadas enteras de camareros y cocineros desde Madrid e iban a parar al hotel Continental, que ya no existe.
¿La cocina sería de carbón?
Sí, de carbón, hasta el día que cerró.
¿Cuantos comedores tenían?
Dos, uno estrecho con terraza y mesas perpendiculares. En uno de los salones cabían cuarenta personas y en todo el local unos cien clientes aproximadamente.
¿Cuántos trabajaban en la sala?
En invierno, cinco o seis, y en verano, el doble, todas mujeres; nunca tuvimos hombres atendiendo. Íbamos vestidas de negro, con cofia, y las camareras eran todas guipuzcoanas.
¿Y cómo era la carta?
Muy hermosa, yo la definiría como cocina internacional, de influencia francesa y con las especialidades típicas de la tierra.
¿Cuáles son los platos que más pedían?
No se comía muy bien entonces y el cliente extranjero era el que sabía lo que se traía entre manos. Recuerdo que en cierta ocasión un cliente encargó una gallina trufada, habían escuchado que era plato reputado; se la comieron, sí, pero dejaron las trufas, pensaban que estaba quemada. También traíamos caviar iraní de contrabando, desde Hendaya, nos lo traía un espía con gabardina y todo.
¿Qué platos bordaban?
Por ejemplo lenguado a la Normanda, que hacían con salsa holandesa; también “homard aux aromates”, que me dijo la madre de la reina de Bélgica, Fabiola, que era plato que sirvieron en la boda de su hija. Luego servíamos langosta “Thermidor” y rodaballo con salsa holandesa. Mi padre de vez en cuando bautizaba nuevos platos y a uno de ellos le puso lenguado a la madrileña, con un jugo de carne; hubo un ministro joven que siempre lo pedía, se llamaba Fraga Iribarne. Todo lo trinchábamos en sala, no se emplataba, el oficio era difícil, ahora te dejan el plato y listo.
Tengo entendido que era especialidad el cóctel de marisco.
¡Claro! No lo hacía nadie por aquel entonces y su secreto era la salsa, distinta a la que se hace hoy día, muy particular. La hacía mi hermana Lourdes a escondidas en el economato, para no desvelar su secreto; pedía muchos ingredientes en cocina que luego no usaba, para despistar, aunque el ingrediente fundamental era la mostaza Colman’s, que traíamos de contrabando.
¿La salsa rosa era para el cóctel de mariscos?
Sí, sí. También le poníamos gajos de naranja, para darle un toque agridulce. Y la piel cortada en espiral, a modo de decoración. Llevaba langosta, cigalas, gambas, langostinos, un marisco estupendo y se servía en copa helada de cristal.
¿Y qué carnes servían?
Solomillo “Wellington”, “tournedos Rossini”, buey “Bourguignon”, cabeza de ternera hervida, chuletas “Orloff”, pollo al curry, pollo asado exquisito, que era plato muy solicitado por su finura, becadas en salsa y “civet” de liebre. Recuerdo que las codornices con uvas eran el plato preferido del presidente René Coty, la pularda en vejiga lo era de Don Gregorio Marañón y el cocido madrileño, el plato favorito de la mujer de Franco.
¿Postres?
Los hacíamos extraordinarios; crepes “Suzette” hechos ante el cliente, tortilla Noruega, helados cremosos, Melocotón “Melba” y una mousse de chocolate reputadísima; fíjate que una vez vino un cliente inglés a cenar y me dijo que venía sólo a por la mousse para llevársela a Inglaterra; había venido en su avión y tenía un frigorífico a bordo en el que la podía conservar hasta su casa, ¡qué cosas! Ah, y fuimos los primeros en servir los profiteroles con chocolate caliente, fíjate lo que ha llovido desde entonces.
¿Y se estilaba la cocina vasca tradicional?
Ciertos platos eran muy solicitados, chipirones en su tinta, changurro, merluza en salsa verde, callos; el bacalao al pilpil lo hacían a menudo y recuerdo que a unos clientes bilbaínos les encantó, “mejor que en Bilbao”, me dijeron.
¿De qué mercado traían los productos?
El pescado, las mejores frutas y hortalizas, venían de la Brecha. El salmón era muy estimado entonces y nos lo enviaban directamente desde Santander y Galicia. Nos traían unas fresas maravillosas desde la localidad de Oiquina.
¿El pan lo hacían en casa?
No, se compraba. Era una época dura, había inspectores de abastos que controlaban el aceite y los alcoholes franceses, que estaban perseguidos. Nosotros teníamos coñac “Remy Martin” y los clientes que lo sabían, pedían “un Remigio”.
Y los vinos, ¿que se bebía entonces?
Monopole, Cune, txakoli y mucho Champagne. Recuerdo unos jóvenes que me hicieron devolver un Vega Sicilia porque no estaba bien, y tenías que retirarlo con mano izquierda.
Ángela interrumpe sobresaltada, la entrevista se enciende, “¿quieres que te cuente lo del rey Faruk de Egipto?” Adelante.
Cenaron en cierta ocasión. Primero vino un séquito de seis personas y les debió de gustar tanto que nos llamaron del Hotel María Cristina donde estaban alojados y reservaron mesa para el rey; eran seis, tres mujeres y tres hombres y un séquito compuesto de otros seis hombres y tres policías españoles. Él comió de todo, muy simpático, educadísimo.
¿Sería joven, no?
Uy, estaba requetecasado. Joven, lo que se dice joven, no era.
¿Disfrutó?
Nos dio de propina casi tanto como lo que gastó en la cena y comió de todo. Traía un hombre sólo para hacerle café que cargaba con un maletín y todos los enseres necesarios, se fue a la cocina y lo elaboró a la turca. Me enseñó dos estuches y en cada uno había dos tazas y dos platillos de oro con piedras preciosas, me preguntó con cuál de ellas lo servía y yo elegí la más pequeña. Sirvió los dos cafés al rey y a su señora con la taza de oro. El rey nos pidió la receta del helado de caramelo y nos invitó a Jerez a todas las camareras, estábamos seis o siete. Se llevó un cenicero, los coleccionaba, y se fijó especialmente en una camarera muy hermosa que más tarde se hizo monja.
¿Estando tan cerca, les visitaban desde el Palacio de Miramar?
Estuvo el rey Juan Carlos siendo muy crío, acompañado de sus profesores y tutores, tenía buen apetito. Pero el palacio de Miramar solía estar cerrado. A veranear sólo venía la reina María Cristina en su época.
¿En aquella época había crítica gastronómica?
Yo tengo recortes de periódicos franceses que nos reseñaban, pero mi padre no quería saber nada con los periodistas, porque le habían hecho alguna jugarreta cuando cocinó en el Petit Casino, en el Círculo Easonense; habría periodistas gastronómicos, pero en Azaldegui pagaban todos la factura.
¿Qué restaurantes eran entonces reconocidos?
La Nicolasa, por supuesto, y el Juanito Kojua. Para que te hagas una idea, casa Arzak era un merendero que ofrecía cordero asado y sidra fresca. Y en la provincia eran muy reconocidos también el Panier-Fleury de Rentería y el Amasa, que ha cerrado hace bien poco.
¿Quién era el cliente más agradecido?
Había un cliente al que llamábamos el “petit pois” (guisante); solía venir a tomar baños el Balneario de Alzola. Le encantaban los salmonetes -pedía que le dejaran intactos los higaditos- y el rodaballo pequeño hecho en “cocotte”; todos los días encargaba la cena del día siguiente.
También recuerdo al marido de Deborah Kerr, Peter Viertel, que era guionista de cine. Más tarde supimos que fue el introductor del surf en Europa, se deslizaba en las olas de Biarritz bajo la mirada atónita de los franceses que pensaban que estaba loco; ella era encantadora, monísima.
La Duquesa de Windsor estuvo dos veces con distintos caballeros y en cierta ocasión vino un cardenal de Roma; fui a tomarle nota y me dijo “me apellido Roncalli y ayer estuve en un sitio que se llama el Roncal, ¡a ver si voy a ser vasco!” Resultó ser Juan XXIII, lo recuerdo muy majo, bajito y con apetito.
¿Qué más actores y actrices venían?
Anita Ekberg y muchas actrices americanas; me acuerdo del escritor Hemingway que nos felicitó tras comer el mejor salmón de su vida, según nos dijo. Se lo servimos asado, con salsa Bearnesa.
Díganme, ¿tenían tiempo de visitar restaurantes?
Que va, estábamos todo el día trabajando, era muy duro, ver disfrutar a los clientes y no poder estar nunca como ellos. Trabajábamos todo el año salvo el día de Nochebuena, el único que se cerraba.
¿Cuánto costaba comer más o menos por cubierto?
No sé calcular, unas cien pesetas o así.
¿Cuáles eran los días grandes de fiesta en el restaurante?
El día de San Sebastián era la gran fiesta y en Semana Grande con los fuegos artificiales, todo el mundo venía a verlos desde la terraza; en Nochevieja también se hacía juergas.
¿Pidió algún cliente entrar en la cocina?
Sí, recuerdo que unos andaluces quisieron ver cómo se freía la merluza. También Cantinflas entró a saludar a los cocineros, estuvo charlando con ellos un buen rato. Y Luis Mariano nos visitó bastante.
_
Ángela y Lourdes apuran el té. Sonríen y se muestran encantadas. Les robo unas fotografías y me advierten que, de saberlo, hubieran ido a la peluquería.
No hace falta, pues son muy hermosas, tienen estilazo; tanto o más que todos los ilustres que desfilaron por sus mesas.
Genio y figura.
Joer, que buena entrevista.
Muy entretenida.
La camarera que atendió al rey Faruk y que luego se hizo monja era tía de mi madre. en casa hemos conocido esa anécdota ampliada desde pequeñitas….