Michel Guérard

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O de un chef que es un verdadero genio con muy malas pulgas, como los buenos genios.

Caímos en Burdeos, la ciudad que tuvo de alcalde a uno de los más ilustres hijos de la Galia, Michel de Montaigne. Allá en Porte de la Monnaie, en el restaurante de Xiradaquis, fotografié inmortalizado sobre una pared a un Michel Guérard mozalbete en un escenario de lo más palaciego, hecho un pimpollo.

¡Cuántos recuerdos de golpe! La casa de este tipo es el paraíso en el que a uno le gustaría pasar sus últimos días, antes de emprender viaje a Villaquieta. Cuando curraba allá, dejaba listo todas las mañanas, de madrugada, el desayuno para los felices huéspedes alojados en el hotel. Preparaba los tarros con mermelada recubierta de crema de almendra. Horneaba los croissants, pasteles mirliton, brioches y el pain au chocolat, sin dejar de vigilar los bollos de pan y las hogazas de centeno que se cocían para acompañar los platos de foie gras, las aves asadas y algún guiso.

En cuanto entraba Gary Duhr, el mejor jefe de cocina que jamás tuve, nos poníamos en marcha con la preparación de la mise en place. Recibir los pedidos y ordenarlos en la cámara frigorífica. Retirar cajas vacías y apilar en los estantes los mazos de berros, los espárragos blancos de Pontonx, rábanos picantes, nabos, acederas, acelgas, apio, canónigos y cardillos. Limpiar los cajones de patatas y amontonar al fondo las recién traídas. Hacer lo propio con fruta, verduras y las carretas de cebollas que utilizábamos a cientos. Rescatar vieiras de sus conchas, procesar berberechos, navajas y mejillones, hacer el caldo de moluscos de rigor, con mucha chalota gris, laurel, pimienta negra y vino blanco de Tursan. Cocer bogavantes y dejarlos listos para ahumar en la chimenea. Limpiar patos de Barberie, conejos de Chalosse, faisanes, liebres y guardar los hígados de oca en leche para hacer las terrinas y el foie gras au torchon. Los recortes de hígado y las vísceras de carne, mollejas y pulmones, para hacer aligot, una especie de picadillo muy aromatizado que acompañaba a la pintada con endivias y el relleno de la torta de pato.

Llegaba el mejor momento. Para echar un pitillo, estirar las piernas y charlar un rato con Renaud, el jardinero, quien mantenía parte de aquellos dominios, casi tan grandes como los jardines de las Tullerías. El mejor huerto de todos era el llamado del cura, de donde, en un canasto, traíamos espliego recién cortado, brotes de espinaca, menta piperita, perejil, orégano, perifollo, romero, salvia y enormes hatillos de verbena limonera, la hierba que todavía hoy, la huela en Tokio, Berlín, Sebastopol o Nueva Delhi, me sigue recordando al helado ácido y untuoso que confeccionábamos con ella. Volaban las bandejas de col estofada con jengibre para el pato, las patatas asadas con ajos y romero para el pichón, los raviolis de setas en el horno y los canelones finos de hierbas y duxelle de champiñón que se acompañaban con una veneciana de pies de cerdo, mollejas y albahaca. O sea, al revés, el relleno fuera y dentro de la pasta desinflada el vacío de unas pocas hierbas y unas láminas crudas de champiñón. Un Jorge Oteiza este Guérard. Un verdadero genio con muy malas pulgas, como los buenos genios. El día que me fui de allí, me escribió en uno de sus libros que guardo celosamente en mi biblioteca, La Cuisine Gourmande, Para mi amigo David, el vasco, por todos los buenos momentos que pasamos juntos en la cocina de Eugénie.

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Crédito fotográfico by Carolco