O de un chilango leído, comido y viajado como ninguno.
…la vaca, sí, y por supuesto sus partes más queridas: el enorme costillar, el tierno filete, la lengua, las muchas formas de la panza, y las mollejas de la ternera; y el becerro: la cabeza, los ojos, los cachetes, la lengüita; y el cabrito: la pierna, el lomo, la deliciosa riñonada con su tesoro escondido, brillante, hermoso como un testículo; y los pollos, su piel doradísima en el rosticero, la música del fuego sobre ella, y la jugosa carne de su piernimuslo (acabo de recordar: anoche soñé que comía un pollo perfecto, en que la pechuga no tenía menos jugo que el muslo y el ala se sentía tan carnosa como la pierna); y los guajolotes y las aves de caza y los búfalos y los cervatillos… Pero ninguno de ellos acarrea tanta identidad, tanta compasión, tanto amor silencioso o sonoro, como el puerco.
The piggy confessional
Así llama Sara Dickerman, de Slate.com, a un subgénero de ensayo comestible que ella cree que “viene desarrollándose hace más o menos año y medio”. En él, “un puerco muerto (que el autor suele haber matado o fileteado o comido) provoca una meditación sobre la ética y la estética de comer”. Y menciona algunos autores: Peter Kaminsky y su “maravillosa elegía del jamón” en Pig Perfect, un libro que se detiene también largamente en el verdadero tesoro de los mayas: la cochinita pibil; a Tony Bourdain, que se rompió después de ver morir a un puerco, “en la punta de la lanza que él mismo blandía”; de Tamara Murphy, que “documenta la vida de una camada de puercos del nacimiento al banquete” (el texto, posteado durante doce semanas, es menos emocionante de lo que cabría; sólo el día de la matanza se siente un verdadero temblor en el corazón de Murphy, y le falta la sangre fría para mostrar las imágenes); a Pete Wells, cuyo ensayo en Oxford American ; al judío David Rakoff, que vive en la contradictoria condición de amante del puerco, y del que copia este párrafo: “Como judío que come puerco, ensalzar la ilimitada perfección del cochinillo del restaurante Great NY Noodletown requiere, necesariamente, un segundo simultáneo de silencioso reconocimiento, al lado de mi rapsodia feliz, de que ésta es lacarne de una triste historia. Si no, soy nomás un güey comiendo puerco.” (Dickerman recuerda el volumen The Singular Beast: Jews, Christians, and The Pig, que documenta que en el siglo 19 ciertos chavitos franceses se torcían las orillas de las gorras en forma de orejas de cerdo, las agitaban y les gruñían a los judíos; también, que en la edad media, a los judíos convictos de asesinato se les colgaba bocabajo, “como puercos muertos”. Nunca he visto ese libro, pero tal vez esté ahí también el desarrollo de la palabra marrano, que es inverso, al menos en apariencia: en árabe significó “declarado anatema”, en español fue diciéndose del “converso que judaizaba ocultamente”, “persona maldita”, “persona sucia”, “persona grosera” y, sencillamente, “puerco”, el mamífero. Y acaso los groseros desplantes de Quevedo:
Las damas, a pellizcos, repelaban
y resquicio de bocas sólo abrían;
los barbados las jetas desgarraban,
y a cachetes los antes embutían;
los moros las narices se tapaban
de miedo del tocino y engullían,
en higo y pasa y en almendra tiesa,
solamente los tantos de la mesa
etc, etc.)
Dickerman, en cambio, no menciona al jefe Steingarten y su emocionante It takes a village to kill a pig (Vogue, octubre 1999), que contiene frases desarmantes: “La piel de nuestro cerdo era grisácea, le crecían vejigas sucias desordenadamente; sus ojos eran minúsculos. Su fealdad me hizo más fácil no simpatizar con él.”
Fer matances
Felanitx, Mallorca, enero 2004. Las playas de la isla se han vaciado de turistas, en los antros se puede volver a bailar, pero en una granja de Felanitx, donde he venido a buscar no sé qué absurdo pasado de índole sexual, sucede la matança: tres tipos arrastran al puerco, atado de los tobillos, hasta una plataforma; ahí, un granjero le jala la cabeza con un gancho; el cerdo piensa un segundo, deja de luchar, quién sabe por qué; el granjero encarna el cuchillo, arriba del pecho y corta todo el camino hasta la barbilla; mana sangre; el puerco vuelve a luchar por sus últimos minutos, grita, aúlla (después, Japón de Carlos Reygadas iba a recordarme interminablemente ese momento); resbala pero no sobre su sangre, que hay que recolectar, sino sobre su desesperación; luego murió. Y ya. Lo convirtieron en sobrasada, en chuletas, en chicharrones, en salchichón, en morcillas, en queso de puerco, en cualquier cosa. Salimos inquietos de ahí; fuimos a Deià, en auto, viendo las montañas acercarse a nosotros a 120 kilómetros por hora (manejaba bien Catalina), y dejamos atrás el llano y subimos las imposibles carreteras de la tramontana: el paisaje de sus pueblos –Banyalbufa o Valldemossa–, construidos como terrazas pendientes de una sierra que desemboca en el Mediterráneo, vertiginoso, parecido a un clavadista a punto de lanzarse a un mar indiferentemente azul; nos detuvimos a comer en Jaume: caracoles con all’ioli; y arroz brut, que trae puerco, pollo, cordero, azafrán; y la ilimitada perfección de una lechona rostizada con papas. Nos emborrachamos. Subimos un poco más hasta el cementerio mirruñita. Ahí está la tumba de Robert Graves, que dice nomás “1895-1985 Poeta”. Todo, todo: yo, Graves, Catalina, el coche, los algarrobos, la sangre del cerdo, la plataforma, el pienso, el gancho y el cuchillo, la piedra horizontal, es parte del paisaje.
http://gravitysra1nbow.wordpress.com
Crédito fotográfico by dariohead & David de Jorge
Qué bueno que ya hay más colaboraciones del buen Alón.
Un saludo
Necesito de nuevo una magnífica receta que diste de un mojo para asar costilla de ternera u otras carnes, con gengibre, cebolla y un montón de ingredientes, que no consigo memorizar ni recuperar en tu página web.
Eres un mmmonnntruo… desenfadado, gamberro, tripasai y un buen comunicador y aun mejor amante de la buena comida.
Un fuerte abrazo