Bodega Donostiarra

Taberna golfa, vinagrosa, casta y auténtica

Para cualquier nacido en Arbizu en 1942, la vida era muy cuesta arriba porque la posguerra pesaba y al joven Miguel Mendinueta no le quedó otro remedio que salir del caserío a buscarse la vida en la capital guipuzcoana, colocándose de albañil, haciendo masa y levantando paredes. Era avispado y no se veía así toda la vida, así que en cuanto pudo se fue de aprendiz de la Casilda a Casa Alcalde, una de las catedrales de lo viejo en la que aprendió lo que no está escrito. Allí conoció a su mujer Pili Mintegi y se tiró casi diez años en la barra, de un lado para otro, hasta que en 1976 vio un cartel de traspaso en la Bodega Donostiarra del barrio de Gros y no se lo pensó, llegando a un arreglo con Eladio Marañón, que regentaba aquella y otras bodegas de idéntico nombre en diferentes barrios, todas dedicadas al despacho de vinos a granel.

Miguel mantuvo lo que allí se hacía para no espantar a los clientes, limpiando y dándole una mano de pintura al local e intentando mejorar la calidad, sin traicionar el espíritu de los vinagrillos y encurtidos, las raciones y las banderillas. Sus especialidades fueron gildas, bonito en escabeche, anchoíllas, chorizo colgandero y algunas delicias más. O las joyas que Pili, la jefa de la casa, preparaba al momento y nos volvía tarumbas: plataformas de patata y mahonesa, ensaladilla, tortilla de patatas o huevas cocidas de merluza, entre otras maravillas. Tan sibaritas eran que hasta las guindillas las encurtían en enormes barriles de plástico que se arrinconaban por todas partes, sirviendo de mesa.

Miguel Montorio, su actual propietario, vivió como cliente aquellos históricos días y no quitó jamás ojo de lo que sucedía tras la barra y se servía sobre los platillos o entre pan y pan, en fino bocadillo. Era un verdadero alarde de temple y oficio ver cómo se apilaban los tacos de bonito a un lado y las migas rotas y revueltas en un bol, las sardinillas o las anchoíllas rescatadas de la lata con un palillo mondadientes y aquellos útiles inverosímiles que todos recordamos: un tenedor terciado y manco por el uso, una tabla mellada de madera que aparentaba “siniestro total” por su estado ruinoso y un cuchillo esmirriado que vivía después de cuarenta años de frenética actividad y corte, ¡qué tiempos del NO-DO!

El gran Miguel fue astuto y nos hizo un gran favor a los nostálgicos de aquella tasca cerrada en otoño del dos mil siete, si no me falla la memoria, levantando de nuevo su persiana y repitiendo los mismos gestos de su tocayo Mendinueta, limpiando, fijando y dando esplendor a una casa que todavía hoy conserva intacto su espíritu golfo, vinagroso, casta y auténtico. Es un verdadero milagro, pues los que llegan detrás destruyen lo que hicieron otros antes, con esos aires de grandeza que aniquilan los espacios y hacen trizas las recetas. En nuestra tierra hay ejemplos así por todas partes, pues todos recordamos con nostalgia muchos negocios traspasados que conservan el nombre, sí, pero desprovistos de la calidad y el oficio que los hizo gigantes.

Su ensaladilla sigue siendo única y es un monumento cualquiera de las “torres” de patata con bonito o lonchas de jamón, aún a riesgo de ponerte perdido porque salpican y en cuanto te descuidas, pringan: no hay manera de zampártelas sin ensuciarte los dedos, ni aún empleando cubiertos. En pocos lugares encuentras un bocata con jamón ibérico Carrasco que se sale del bollo, de tortilla de roquefort o un completo de bonito desmigado con anchoas y guindillas encurtidas que empapan el pan. Los pinchos fríos no tienen rival: boquerón vinagreta, cuña de queso curado, chorizo dulce o picante, sardinillas, pulpo vinagreta, ensalada de morros, el inmortal huevo ensartado con gamba o el legendario Indurain, con sus cinco “Tours” representados por cinco guindillas pinchadas en un taco de bonito, anchoa, casco de cebolla y aceituna. No le van a la zaga los calientes: morro de ternera, carne del puchero con tomate, callos y morros tradicionales o merluza rebozada. Se aventuran atizando las brasas de su parrilla para los que quieran rematar mordiendo costilla de ternera, chuleta de vaca o brochetas de pluma o abanico ibérico. Y para postre, además del dulcerío habitual, reclamen una aberración extraordinaria de los tiempos de Pili y Miguel, un sacrílego pincho de Roquefort con su filete de anchoílla, secreto a voces que todo dios pedía como última voluntad. La primera vez, lo comías con prudencia y una pizca de timidez, tanteando las miradas inquisitoriales de la concurrencia, poco seguro de si te gustaría y con la incertidumbre de si sería o no remate final para todas las delicias antes descritas, ¿valdrá la pena? Solo sucede la primera vez, ¡compruébenlo!, porque las siguientes sabes lo que te espera: no hay mejor que esta patada en la espinilla de la boca para salir por la puerta grande, como Morante de la Puebla. La “bodeguilla” sigue viva y es un ejemplo de nuestras viejas tradiciones puestas al día, con buen gusto y mucho salero. Disfruten, que nos quedan dos telediarios.

Bodega Donostiarra
Peña y Goñi 13 – San Sebastián
T. 943 01 13 80
bodegadonostiarra.com
@bdonostiarra

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Tasca elegante
¿CON QUIÉN? Con amigos / En familia
PRECIO ****/*****

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