Chez Mattin

Un chef que se viste por los pies
Bistrot de altos vuelos en el que celebrar la vida jalando a dos carrillos

Todos recordamos esas jamadas que marcaron con un pálpito nuestra afición por la mesa, y en honor a la verdad, tengo que confesarles que sentí siempre una gran admiración por Didier Oudill, que como todo el mundo sabe fue uno de los grandes maestros de Martín Berasategui. El de Lasarte, supo atrapar y reinterpretar toda aquella energía desbordante que sobrevolaba los fogones que visitó con tanta frecuencia mientras pudo, alucinando en colorines tanto como yo en todas las oportunidades que tuvimos de sentarnos en su mesa, que fueron muchas. Sentías la modernidad más rabiosa en tu pellejo, cuando al otro lado de la frontera se vivía con humildad el ejercicio del oficio y los más adelantados freían angulas al gusto de “Tote”, pintarrajeban la vajilla al estilo “Pollock” con salsa vizcaína, rellenaban pimientos con bacalao ligado y manitas de cordero o servían pasteles de chocolate con el corazón tierno, helado comprado al valenciano y salsa de menta.

Así se gastaban los cuartos por acá mientras en el local de Oudill heredaban la voluptuosidad y la grandilocuente elegancia del vecino papá Guérard, vistiendo una alta cocina que bebía de las fuentes de la gran cocina francesa del sudoeste. Por aquel entonces, Michel Niquet dirigía la cocina del gran Didier, siendo hoy patrón y jefe de máquinas del local que nos ocupa junto a su chica Celine, que también desempeñó su labor en aquella revolución, recibiendo a los clientes de Oudill en la misma plaza y a orillas del Adour, acompañándolos hasta aquella terraza que ofreció unas cenas veraniegas como pocas pudieron disfrutarse en la zona. Cruzabas el puente y estabas en Les Prés d’Eugénie, pero bien cierto es que durante años Didier y todo su equipo plantaron una pica en Flandes, enfrentándose con valentía y oficio al poderoso imán que atraía a los gourmets como moscas hasta los comedores de Eugénie-les-Bains.

Han pasado muchos años desde entonces y aunque el sol siga saliendo por Antequera, limamos asperezas y aprendimos tela marinera de los asuntos de la vida, aunque no recuperaremos jamás aquel apetito voraz ni la ilusión con la que nos sentábamos en la mesa, asuntos que quedaron como sombras chinescas de lo que quisimos ser y en lo que nos convertimos. Entonces me comía las mesas por las patas y hoy desayuno con zumo de pomelo, aspirina de ácido acetilsalicílico, suspiro de pan con aceite y café en tacita de juguete, ¡qué derrota!, pero sigo ganándome la vida con las cosas del comer, camino de los veintisiete años de oficio, mientras mi buen amigo Martín Berasategui revienta el mundo con su desbordante colección de estrellas Michelin, ¡vaya dos!

Algunos de los testigos de aquellas andanzas volvieron a refugiarse a casa, como es el caso del chef Niquet, que escuchó en Grenade-sur-l’Adour a Didier Oudill un grito de guerra de último mohicano, “ya es hora, cocineros, de que os despreocupéis de nosotros los chefs y os emancipéis en lugar de continuar imitándonos”. Así que se puso a guisar con la “amatchi” Carmen esos platos esenciales de atún, terrinas, verduras rellenas, chipirones, brochetas, palomas, tartas de fruta y todo tipo de confites, manteniendo viva la llama del gran plato de la casa que no es otro que el “ttoro”, una sopa con aspecto de zarzuela y prima lejana de la marmita de pescado que reconforta a todo el que se la mete entre pecho y espalda.

No puede guisarse más en menos espacio ni tener tantos recursos como los que demuestran Michel, Léo, Peïo, Frederic, Nicolas y Astrid en el fogón y Celine, Regine, Marine o Paola en la sala de un lugar radiante, luminoso y feliz. Nada más entrar, reparen en las mesas desnudas, los viejos aparadores y un ambiente dominado por los clientes que apuran sopas, mastican un pedazo de pastel o sonríen tras el vapor de un estofado. Pero metámonos en faena. Fuera de carta ofrecen demasiadas golosinas ricas, por lo que puede atraparles esa ansiedad de querer comerte todo sabiendo que no puedes, así que no cometan el error de pedir demasiado e intenten llegar sanos y con el apetito a salvo hasta el final de la comida. No hay peor sensación que la de perder el hambre de golpe y porrazo sin que hayan aterrizado aún los platos principales, todas esas especialidades por las que uno se aventura viajando a un restorán, ¿no les parece? Es gran fiasco llegar hasta Sanlúcar y no poder echar mano a los langostinos por la torpeza de haberse puesto antes morados de jamón.

Así que anden con cuidado porque Michel es un salvaje desproporcionado, pues cocina como una bestia parda y te lo comerías todo sin orden ni concierto, ostras servidas en su cáscara bajo un tártaro de carne, gambas plancheadas con la cabeza rellena de txangurro, chipirón laqueado con polenta y panceta o salmonetes tostados con morcilla y piperrada, son algunas de sus propuestas “bonus track”. El foie gras lo hace en casa, las manos de cerdo empanadas y fritas las sirve con cigalas, asan los pescados tradicionales a la brasa y son mundiales las mollejas de ternera, soasadas con abundante mantequilla y servidas con un esponjoso jugo de setas.

Los dulces hacen honor a sus orígenes, pues la crema de vainilla cuajada con granizado de miel es soberbia, el sorbete de frambuesas frescas es ejemplo de cómo puede uno alucinar ante un postre simple sin florituras ni mandangas, el queso fresco lo aliñan con galletas, pomelo, merengue seco y sorbete de hierbas -albahaca, estragón, perifollo, romero y cilantro-, y se sale de órbita una rústica “Paulova” con crema, fresas y helado de cáscara de limón. Sepan que si llegan en plan “bilbáinos” y quieren gastarte la paga en vinos “invendibles”, tienen a precios de ganga los Château D’Yquem, Vega Sicilia único, Latour, Margaux y demás joyas de la corona.

Chez Mattin
63, Rue Evariste Baignol – Ciboure
tel.: 00 33 559 47 19 52
www.chezmattin.fr

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Taberna marinera
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia
PRECIO 60 €

Deja un comentario