Mendizorrotz

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Una casa con verdadero pedigrí.

Para gozar a dos carrillos en un ambiente pelotudo de veras.

Cuando uno era chaval escaparse de ciento en viento al monte Igueldo de San Sebastián siempre tuvo algo de aventura del oeste americano, uno se ponía su mejor pantaloneta y con suerte conseguía sisar las suficientes perras gordas como para auparse en un poni sin besar el suelo en el intento, pegar cuatro tiros con esas escopetas de aire comprimido que derribaban patos de plástico lerdos e incomestibles o montarse en esa montaña suiza que era tan emocionante y peligrosa, pedazo de carro con ruedas que chirriaba de lo lindo. Son vestigios de un parque de atracciones que mantiene aún hoy ese brillo demodé sorprendentemente intacto, ¡de no creer!

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Si algo atraía sobremanera del voltio lejano era la posibilidad de ver compensados los esfuerzos de aventurero gallina con un refrigerio en el Mendizorrotz, ese caserío centenario que siempre reinó en el epicentro del pueblo, frente a la iglesia de San Pedro y el frontón, con una jamada tan sencilla como honesta, abundante y apetitosa.

Ya en la adolescencia, cuando se contaban por cientos los rulos con su consabida parada de zampón, Mendizorrotz pasó a ser uno de esos destinos predilectos cuando a uno le preguntaban dónde celebrar la vida, junto a aquel glorioso self-service llamado La Oca y otros tantos tantos templos de la merendola como el Alameda, Zuberoa, Matteo, Kiruri, Atamitx, La Juani de Ibarla, Patxiku-Enea, el hotel Jauregi, Amasa y tantos otros rincones de goce y perdición, algunos de ellos perdidos ya para siempre.

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Mendizorrotz, que nació hace más de setenta años como una taberna populosa de la mano de Francisco Calonge y Mª Dolores Lizarazu, vive hoy horas felices gracias a la tercera generación, con Víctor, Nekane y Espe al frente, que gastan una cortesía y profesionalidad del hostelero vasco de siempre, atento, raudo, sin chorradas ni amaneramientos bobalicones. Son unos fenómenos y siempre están dispuestos a agradar al sediento y al hambriento.

El restorán está separado en dos zonas, el bar y el comedor de carta, que se adaptan y estructuran mediante cortinas en función del gentío que se mueva ese día. En el bar nunca faltan raciones y pinchos de los que te zamparías un quintal, deliciosa ensalada de tomate de las huertas cercanas en verano y principios de otoño, aliñada con un saborío de impresión, croquetas reventonas, calamares en su punto, una tortilla de bacalao que levanta a un muerto de su caja de pino y unos huevos con patatas y jamón que te reconcilian con la estúpida humanidad por los siglos de los siglos, amén.

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El ambiente es animado de pelotas, la gente se acerca allí a gozar a dos carrillos y si uno tiene el espíritu enchufado como el del coyote correrá a coger sitio raudo y veloz en las mesas del comedor donde dará cuenta de deliciosas anchoas que te pintarrajean el morro de aceite de oliva, percebes gordos como cipotes recién robados al mar, una menestra de verdura que te habla al oído como una abuela que nunca se fue a villa-quieta, unas setas rehogadas con cebolleta tierna y un revuelto de hongos sideral que les hará adorar la condición de vascos recolectores, hijos de la sierra de Urbasa y de sus hayedos.

Bordan el rape rebozado en aceite de oliva con sus puntillas y bien de dientes de ajo, la merluza en salsa verde con su perejil flamenco, el cogote con refrito de ajitos y vinagre de sidra, las almejas regordas abiertas a la parrilla… ¿quién quiere algo de pescado?, disparen y listo, aquí todo lo resuelven y lo guisan con autenticidad y producto de primera, bajo los cánones de esa cocina sin gilipolleces que es la marca de la casa. Allá, las placas de pizarra cubren el tejado y sirven la comida sobre porcelana redonda, ¡qué curioso!

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No se les vaya la pinza jamando y recuerden dejar hueco en el estómago para la “chuleta maricona”, asada a la parrilla y tope jugosa, trinchada en escalopes de vicio como le gusta al señor Gurrea, que entran por su boca bien escoltados de lechuga tierna y patatas fritas de las de verdad verdadera, o para el solomillo, las chuletitas de cordero, el pollo asado o lo que se tercie y les apetezca.

¿Quieren que todo sea puro despiporre?, pues no se vayan sin morder un cachitín  de panchineta, que saldrá calentita y cremosa a más no poder o al biscuit de chocolate, hecho en casa, chorreante, puro delirio para gochos salvajes.

Mendizorrotz
Plaza Lizardia 4
Igueldo-Donostia
Tel.: 943 212 023
www.restaurantemendizorrotz.com

COCINA Todos los públicos
AMBIENTE Campestre
¿CON QUIÉN? Con amigos / En pareja / En familia
PRECIO 40 €

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